Una movilización rural que no vivía el país hace más de 30 años empujada por el Coordinador Nacional Agrario, CNA y otras organizaciones agrarias, erigió nuevamente al campesinado como sujeto histórico, cuando las élites gubernamentales lo creían sepulto en la hegemonía de sus lógicas empresariales y sus métodos violentos. Ya va para más de un siglo que quienes posan de dominadores han intentado de múltiples maneras doblegar y asimilar al campesinado en sus grandes negocios para desaparecerlo como actor social, cultural, económico y político.
En su versión aristocrática, a finales del siglo XIX, los burgueses difundieron una cartilla racista que denominaron “Manual de Urbanidad”, dando a entender que sólo quienes dejaran de ser rurales podrían hacer parte de la gloriosa modernidad. Dicha cartilla fue un libro obligado de estudio en las escuelas hasta mediados del siglo anterior.
Esa modernidad que concentraba y tecnificaba la producción en las urbes, a la vez que concentraba el poder, necesitó de mano de obra. Y se inventaron las guerras con las que sacaron al campesinado de la ruralidad y lo convirtieron a la fuerza en obreros. Ese fue el destino de la urbanización campesina. De paso se quedaron con sus tierras, con las que engrosaron las inversiones en la industrialización y en el ya prometedor mercado internacional.
Entonces los campesinos se embejucaron por primera vez, por allá entre los años 60 y 70, cuando entendieron que las guerras en las que los habían metido no eran por sus intereses. La reclamación de sus tierras de las que fueron despojados, constituyó la razón que movilizó a miles de campesinos y campesinas en todo el país con el mandato de: ¡la tierra para el que la trabaja! Temeroso además el bloque de poder de que se reprodujera la experiencia de la revolución cubana, llevada a cabo en ese tiempo con la reforma agraria como bandera, adoptó una política sobre el tema rural, creó instituciones y hasta impulsó la organización campesina.
Aquí la denominada época de la violencia cambió de carácter; ya no eran las élites disputándose la dirección del país. Quienes antes morían a su nombre ahora eran los enemigos. Efectivamente el campesinado se constituyó en el “enemigo interno” que dictaba otra cartilla, la de la Doctrina de la Seguridad Nacional, elaborada por el Imperio, cuando por aquel entonces le había declarado la “Guerra Fría” al mundo para contener las luchas de liberación de los pueblos en el Sur.
A partir de allí el campesinado fue ubicado como objetivo desde dos perspectivas contrainsurgentes: como base material y como base social de la subversión armada. Había que destruir por lo tanto su economía y su vida comunitaria. Y se indicaron en el mapa las zonas rojas, todas con predominancia de la actividad agraria campesina.
Nada más propicio para quienes en el poder no habían aceptado la reforma agraria que presionó el movimiento campesino agrupado en la ANUC. Efectivamente las zonas señaladas fueron teñidas de rojo. La titulación de las miles de hectáreas de tierra recuperadas, empezó a revertirse a sangre y fuego por parte de quienes no querían ceder sus privilegios. Un nuevo martirologio que se profundizó en los años 80 y 90, inclusive luego del “pacto nacional de paz” que supuso la Constitución del 91.
Millones de familias campesinas fueron sacadas de sus territorios con el pavor de ver cómo miles de vecinos eran descuartizados. Sin el espacio natural de su cultura, que chocaba con las ciudades donde han intentado abrir campo, poco a poco fue desdibujándose su identidad para adoptar otra totalmente difusa. Contrario al dicho popular, nadie puede ser profeta en otra tierra. Y dejaron de ser campesinos y campesinas para denominarse “desplazados”, reduciendo su horizonte social y político a la famosa ley de desplazados y Sentencia de la Corte Constitucional, para lo cual se asociaron e interpelaron al Estado en el marco limitado de la acción institucional, donde han disputado entre sí las migajas de la asistencia.
Al mismo tiempo, siguiendo el dictado del Norte, junto con la aplicación del terror para desarticular el tejido comunal, el poder impulsó el modelo neoliberal que afectó primordialmente la economía campesina, desmantelando las pocas políticas de fomento que permanecían: tierras, subsidios, tecnología, créditos, mercado, insumos, etc. La apertura y el libre comercio crearon además una competencia desigual para la gran mayoría de los productores campesinos, que llevó finalmente a la quiebra su tradicional actividad de sobrevivencia.
Unas condiciones que fueron aprovechadas para la expansión del narcotráfico quien comprometió al campesinado inerme en los cultivos de la coca, especialmente. La intervención del negocio transnacional de las drogas, cumplió el mismo papel colonizador que los carteles de las empresas petroleras ya habían realizado con anterioridad: la invasión de una economía, de unas costumbres y de una mentalidad ajenas a la cultura campesina.
La política de intervención gringa, la Doctrina de Seguridad Nacional, pasó a llamarse “guerra antidrogas”, que se complementaría después con la de “antiterrorista” luego del atentado a las torres en Estados Unidos. Así que las señaladas “zonas rojas” en Colombia también cambiaron la denominación a “regiones del narcoterrorismo”, las regiones campesinas. Y con la excusa de la política antidrogas la alianza imperio-empresarial fumigó veneno y bala sobre los cultivos alimentarios y la comunidad campesina, multiplicando la destrucción de la producción agraria y el desalojo de las tierras que los paramilitares ya estaban generando.
La aplicación sistemática durante tantos años de este conjunto de estrategias logra en buena medida su propósito: un campesinado numéricamente disminuido, culturalmente desfigurado, comunitariamente desintegrado, económicamente dependiente y políticamente restringido o manipulado. Un escenario propicio para la inversión transnacional.
En esas circunstancias de desesperanzas y necesidades es que aparece otra vez el dúo gobierno-empresarios con una nueva ofensiva sobre los territorios campesinos: los megaproyectos mineros y energéticos, los agrocombustibles, las semillas certificadas, el mercado de tierras, la financiarización de lo rural, las alianzas productivas, las cooperativas de trabajo, los clusters, los circuitos productivos… y un amplio mundo comercial en dónde gastar los efímeros ingresos, con la ilusión del éxito prometido por el modelo. Son los nuevos ingredientes del desarrollo que igual continúa montado en una estrategia militar: el Plan de Consolidación Territorial, o el desarrollismo militarizado; que llega con una renovación del discurso: el querer ser del campesinado está infiltrado, su economía es inviable y también es una distorsión del mercado.
Pero cada agresión produjo una resistencia que fue cualificando el movimiento campesino en muchos aspectos. Dos fundamentales: la autonomía y la permanencia en el territorio. En este camino se asientan procesos que construyen planes de vida regionales, que restablecen la relación vital con la tierra, que restituyen el sentido de lo comunitario, que promueven e integran la participación social en una nueva gobernabilidad del territorio, y que superan el desplazamiento como respuesta a las intervenciones. Estas líneas de construcción caracterizan el proceso del Coordinador Nacional Agrario, CNA, enfocado en una brega persistente por validar la cultura campesina; pensamiento y práctica que ha resistido históricamente la ofensiva integral del capital y cuyo aporte al país del Buen Vivir es fundamental.
En consecuencia, la IV Asamblea realizada por el CNA del 18 al 22 de noviembre, ha interpretado y proyectado la conciencia del pueblo campesino, que se han mantenido a pesar de la guerra y que se ha fortalecido con las movilizaciones de estos años; las ha vuelto propuestas de país y estrategias de realización con lo que se prepara a asumir los retos de los tiempos venideros. Y así como esa diversidad de procesos regionales se cohesiona política y organizativamente en el CNA para continuar jalonando al campesinado como sujeto histórico, reafirma la voluntad de articularse con otros procesos sociales y políticos para seguir construyendo en Congreso de Pueblos la Colombia con vida digna y en paz que nos merecemos.
Son las nuevas banderas del CNA, más altas, más coloridas, más intensas, para instalarlas en todos los escenarios en donde el futuro del país se disputa: el gran diálogo nacional para superar el conflicto armado y trazar cambios hacia la paz, los múltiples espacios de debate para la elección del parlamento y la presidencia, y las amplias movilizaciones sociales en donde finalmente esos sueños se enraízan.
El Coordinador Nacional Agrario, por un puesto en la historia para el campesinado colombiano
Asociación para la Promoción Social Alternativa MINGA
Noviembre 26 de 2013