Los siguientes son los rasgos generales que determinan el actual contexto en que definimos nuestra actuación, para darle desarrollos concretos al proyecto institucional con el objetivo de contribuir a crear condiciones para la vida digna en los territorios de las comunidades colombianas.

La construcción de paz que se adelanta en Colombia constituye hoy el principal escenario en donde se disputan los proyectos históricos de país, determinando la movida del conjunto de las relaciones de poder, tanto en el orden interno como externo. El proceso se desenvuelve en torno a tres dinámicas interrelacionadas en grados diferentes: la implementación de los acuerdos de La Habana, el desarrollo de la agenda de Quito y las iniciativas de participación impulsadas desde la sociedad civil organizada, especialmente de los sectores democráticos y populares. El contexto mundial y regional en el que se ha adelantado durante estos cinco años, ha cambiado de manera drástica, lo que impone un esfuerzo mayor por parte de quienes creemos que la superación del conflicto armado abre caminos para la democratización y la creación de condiciones de justicia social y ambiental, desde el protagonismo de los pueblos.

En la pugna por el sentido de la implementación del proceso de paz, el gobierno nacional afianza las apuestas de las élites políticas y económicas, direccionando algunas de ellas inclusive a través de los decretos fastrack. Estas las podemos resumir en: 1) expansión del sistema financiero en el conjunto de las relaciones económicas en lo urbano y en lo rural, en todas las escalas; 2) ampliación de las garantías para la intensificación del modelo extractivista[1] (minero, energético, agroindustrial y de comercialización de la naturaleza, o de economía verde); 3) profundización de las privatizaciones en todos los niveles, para colocar de manera absoluta la dinámica económica de la sociedad en el marco de la lógica empresarial[2]; y 4) reducción del gasto social, regulación de los salarios, y una tributación descargada en lo laboral y aligerada para lo productivo y las inversiones.

Mientras el gobierno nacional acondiciona el panorama para afianzar el modelo, la extrema derecha del país se ve fortalecida por los cambios políticos que suceden en el contexto internacional y antagoniza en algunos aspectos con el modernismo neoliberal para imponer el autoritarismo por encima de la concertación, la concepción individualista del ser humano en contraposición a la solidaridad social, y afirma su ideología conservadora a través del moralismo religioso, haciendo uso de este, inclusive, para desestabilizar el proceso de paz[3], como lo evidenció el plebiscito del 2 de octubre de 2016.

Se suma a este panorama liderado por los sectores gobernantes del país, su capacidad de corrupción, histórica por demás, que ha llegado hasta los estrados, supuestamente menos porosos a ella, como son las altas Cortes de Justicia, la Fiscalía General de la Nación, la Procuraduría General, entre otras.

Si la economía del país va a continuar la línea de la expropiación de los patrimonios colectivos, si el acceso a los derechos dependerá de la capacidad de adquisición de éstos en el mercado [4], y si a la par se reducen los ingresos laborales, la consiguiente explosión social solamente se puede contener con más engaño, corrupción y represión. Preocupan entonces, en el camino de la democratización de la sociedad, los anuncios de restricción a los mecanismos de exigibilidad de derechos colectivos que empiezan a ampliar el marco de la participación en las decisiones de futuro (consulta previa, consulta popular, audiencias públicas ambientales, procesos de licenciamiento, revocatorias de mandatos,…).

Igualmente, una reforma política que sigue favoreciendo la representación de las fuerzas políticas tradicionales, el afinamiento de instrumentos para la judicialización de los liderazgos sociales, la permisividad con los grupos armados al servicio de los poderes regionales y la modernización de los aparatos de control y represión social. Todo ello ambientado en la idea de que los espacios que deja la insurgencia deben ser ocupados por la fuerza pública; cuando la paz lo que busca es precisamente lo contrario: el protagonismo directo de la sociedad organizada en todos los asuntos y el fortalecimiento de las instituciones políticas.

En contraposición, recientemente, las movilizaciones sociales se han manifestado principalmente alrededor de los conflictos ambientales y territoriales provocados por los proyectos minero-energéticos, habilitando la Consulta Popular como mecanismo de participación en las decisiones territoriales; pero igualmente han brotado conflictos relacionados con las condiciones socioeconómicas de la población, en la costa Pacífica y Atlántica especialmente. En general, los hechos de unidad que marcaron las luchas sociales y políticas en los comienzos de esta década, han perdido su fuerza y no se vislumbra todavía un claro camino hacia el necesario reagrupamiento que este momento transicional exige, en el que deberán considerarse los escenarios de la paz, lo electoral y la movilización social en una acción integral capaz de ordenar las fuerzas del cambio.

No obstante, la sociedad organizada (campesina, indígena, afrodescendiente, mujeres, víctimas entre otras) se han movilizado de manera importante para incidir directa o indirectamente en los procesos de diálogo y negociación entre gobierno e insurgencias, para que sus búsquedas y reivindicaciones históricas se vean reflejadas en las reformas planteadas, lo cual por demás, garantiza la sostenibilidad de los pactos de paz en los territorios. Este ejercicio desde los movimientos sociales también conllevan la presión por la apertura democrática y participación directa de la sociedad en la decisiones trascendentales del país; no obstante, la clase política tradicional, no solo la desconoce, sino que cierra todas la posibilidades, cuando no da trámite a la reforma de participación política en el Congreso de la República en el marco del fastrack, y también dificulta la participación directa de la sociedad en la Mesa de Quito, a pesar de ser el primer punto de la agenda.

Podemos decir que el proceso de paz ha tensionado los intereses inmersos en la sociedad colombiana, evidenciando las posturas de todos sus actores, y los ha polarizado hasta el punto que creó un estado de “embrague” en el que es posible el reacomodo de las fuerzas. Pero sucede que en ese escenario sólo se visibilizan los dos sectores del poder del capital disputándose ese desenlace. Los importantes avances alcanzados en los acuerdos de La Habana, junto con los que se vislumbran en la agenda de Quito, marcan una ruta de recomposición favorable a los cambios históricos que el país reclama. Su consolidación depende de si el pueblo colombiano es convocado a ser protagonista de esas decisiones.

Las apuestas de MINGA en el contexto

El proceso de paz actual, con todas las limitaciones que pueda tener, está configurando un punto de quiebre para la vida de los colombianos. El sentido de lo que en adelante pueda llegar a ser este país en transición a la paz, depende mucho de la participación consciente y organizada de los pueblos excluidos.

La superación de los diversos conflictos que hoy tenemos en nuestros territorios, será viable si los miramos desde una perspectiva programática, regional y nacional. Eso también tiene que ver con la necesidad de ubicar las distintas aspiraciones en el proceso de paz, donde tienen hoy oportunidades de realizarse políticamente. Necesitamos comprender cada problema como parte de un todo en el cual se desenvuelve. En esa visión integral, de paso vamos siendo conscientes de la necesidad de entramar nuestros pensamientos y nuestras acciones.

Los resultantes de las negociaciones del conflicto armado deben ser ambiciosos en las bases que coloquen para echar a andar el país por el camino de una paz sostenible. Si no podemos empezar a resolver el problema agrario, ni de los territorios indígenas, campesinos y de las comunidades negras, o los de los barrios urbanos; más tarde, o más temprano, la violencia va a surgir de otra forma. En ese sentido, como MINGA pensamos que igualmente tendrá que haber una sustancial democratización del Estado y la sociedad, como también que la verdad sobre el conflicto armado debe colocar otra narrativa, distinta a la que hoy domina, en la historia, el sentir y el pensar de la gente.

El reto que tenemos entonces es el de aportar a la construcción de una nueva conciencia nacional que crea en la necesidad de la paz y sus posibilidades de cambio; el de proyectar en cada organización comunitaria el país que queremos a través de planes alternativos de vida, armonizados en una agenda común de país, y el de habilitar los espacios de articulación de sus acciones transformadoras. En todo ello es fundamental una estrategia de acompañamiento integral de los procesos sociales, donde han de florecer las mujeres y hombres que por fin tendrán que echarse al hombro la Colombia que por siempre hemos soñado.

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[1] Decreto 883 (ordinario), inclusión proyectos mineros en “pago de obras por impuestos” en linea https://goo.gl/1jIN7i
[2] Aún quedan empresas y servicios del Estado sin control absoluto del sector privado, como por ejemplo: Ecopetrol, las pensiones, la educación o la seguridad.
[3] Con el fin de recuperar el gobierno en el 2018 se está consolidando una alianza entre gremios económicos, partidos políticos, militares, medios e iglesias, con la consigna de hacer trizas el proceso de paz.
[4] Había una sobrecarga de derechos en nuestras sociedades que generaba unas trabas excesivas para que el capitalismo fuera rentable. La solución fue reducir la contribución del Estado y privatizar derechos que antes eran una expectativa social. El capital, además, vio en estas áreas sociales terrenos muy rentables, de ahí el fenómeno de privatizar la salud, privatizar la educación, privatizar las infraestructuras (De Sousa).