Lo firmado en La Habana entre el gobierno y las FARC, como primeros acuerdos del proceso de solución política del conflicto es realmente histórico, no tiene antecedentes en políticas agrarias anteriores en cuanto a la integralidad de lo esbozado al momento.

Más allá de los actores específicos, es innegable que tales avances hacen parte del empuje de las fuerzas sociales del país que le apuestan a la paz, las que se expresaron en hechos relevantes como el del 9 de abril, el Congreso para la Paz y los dos foros temáticos realizados. En particular, indudablemente también es una ganancia de las largas luchas agrarias que se han dado en Colombia.

El buen recibimiento del acuerdo por parte del conjunto de la sociedad, incluidos los reparos, indica que hay una conciencia de que el problema del acceso y uso de la tierra está en las raíces del conflicto colombiano, así como que el control extranjero de los bienes naturales lo profundizó desde la primera mitad del siglo anterior. Los orígenes de la insurgencia en los años 60 fueron marcados por esa condición, y sus plataformas políticas las caracterizaron entonces los programas agrarios. El contexto de su surgimiento fue la llamada época de La Violencia, y toda la conflictividad por la tierra que de allí se derivó, en donde las luchas campesinas constituyeron el principal movimiento social de esos años.

Con el mandato de “la tierra para el que la trabaja”, que significó la mayor ocupación de tierras que ha existido en la historia de Colombia, el movimiento campesino obtuvo importantes logros como fue el proceso de reforma agraria y el reconocimiento de su Asociación de Usuarios Campesinos-ANUC. Sin embargo, los sectores terratenientes reaccionaron e impusieron el actual modelo latifundista en medio de la intervención de los grupos paramilitares y de los carteles del narcotráfico, con la resultante de un despojo de tierras de vastas proporciones y un alto saldo de víctimas campesinas. Todas estas razones evidencian la importancia del tema agrario en el país y su relación intrínseca con el conflicto.

No deja de ser una sorpresa por lo tanto el acuerdo denominado “Hacia un nuevo campo colombiano: Reforma rural integral», que rompe incredulidades en varias franjas de la población. Los puntos generales que contiene son trascendentes: Acceso y uso de la tierra; Programas de desarrollo con enfoque territorial; Infraestructura y adecuación de tierras; Desarrollo social en el campo; Estímulo a la producción agropecuaria y a la economía solidaria y cooperativa, y Políticas alimentarias y nutricionales.

Pero sólo un buen enfoque participativo en la concreción de estos puntos, le daría garantías a los derechos del campesinado que aquí se empiezan a reconocer, en cuanto a que parece más fácil acordarlos que hacerlos. Si proyectamos a la realidad el “vigoroso programa de formalización de tierras”, encontraríamos dificultades como que adolece hoy de un catastro rural; el Fondo de Tierras con base en expropiaciones tendrá que atravesar muchos líos jurídico-políticos, no hay garantías para quienes reclaman la restitución de sus tierras, y existen tensiones interétnicas e interculturales en torno a las territorialidades que no han sido consideradas hasta ahora. Se requerirá además de mucha financiación y de una refrendación nacional, en la cual no existen claridades todavía. Todos esos atolladeros serán superables si se consolida una amplia y consistente voluntad política, y allí es clave que haya un fuerte movimiento agrario que le dé sostenibilidad, lo que implica unidad e integración de todos los sectores sociales del campo colombiano.

En fin, habrá que remover muchos obstáculos y esto es posible, reiteramos,  si existe la decisión política, y ahí es donde el gobierno lanza mensajes muy confusos sobre el sentido de lo acordado en este tema, que dejan la impresión de que nada va a cambiar en la inequidad del actual modelo rural. La búsqueda de mecanismos de redistribución de la tierra como política de justicia social no puede ser pensada sin afectar la propiedad terrateniente y las inversiones extranjeras.

La integralidad de las políticas que proyecta el acuerdo, pone en revisión también los tratados de libre comercio,  especialmente en los temas de la agricultura, y deja planteada otra pregunta: ¿habrá disposición además de ponerle freno a la locomotora minero-energética? Los recientes paros agrarios precisamente evidencian las contradicciones entre grandes y pequeños agricultores, señalan los impactos negativos de esos negocios agropecuarios internacionales, y denuncian atropellos por la entrega de títulos mineros que cambian la vocación alimentaria de la tierra y de su gente.

En el propio campo de la paz, las reacciones críticas al acuerdo son previsibles, en cuanto a que es entendible la disputa que vendrá ahora entre todas las partes del problema agrario, por imprimirle sentidos en correspondencia a sus intereses a esa generalidad de puntos. Por esa razón, insistimos, el reto es cohesionar el movimiento agrario, afinar las propuestas e incidir en todos los escenarios posibles.

A pesar de las dificultades que ensombrecen el anhelo nacional de paz, hoy se ha arraigado una amplia conciencia sobre la imperiosa materialización de una reforma agraria integral, una conciencia que es necesario emplazar de múltiples maneras. La paz en el campo es un paso decisivo en la consolidación de la paz del país en este momento histórico.

El acuerdo agrario es un paso firme en el camino de la paz, PDF

Asociación para la Promoción Social Alternativa MINGA

Bogotá, junio 11 de 2013