Una larga historia de violencia unida a los últimos acontecimientos políticos ha hecho de Colombia un lugar de pesadilla para los defensores de derechos humanos.

Entre asesinatos y amenazas

Los defensores de derechos humanos en Colombia parecen tener el cristo de espaldas. Este año ha sido nefasto para los líderes sociales y para sus organizaciones, que semana tras semana tienen que enfrentar mil y una vicisitudes que amenazan su vida y su trabajo.

El problema más reciente ha sido la andanada de homicidios que, según cifras preliminares del Programa Somos Defensores, superan los noventa en lo que va del año. De estos, más de diez han ocurrido después de la segunda vuelta presidencial. Estas cifras no difieren mucho de datos oficiales como los de la Defensoría del Pueblo, que registró 331 asesinatos entre 2016 y 2018.

A esta violencia letal contra líderes sociales se suma la proliferación de amenazas proferidas por medio de panfletos –que desde la segunda vuelta electoral ya suman ocho– o de acciones directas de hostigamiento. Este último fue el caso de la llamada amenazante que recibió en días pasados la profesora Deyanira Ballestas de parte de un comandante paramilitar en San Pablo, sur de Bolívar.

Un escenario aterrador

Las amenazas se suman a otra serie de hechos inquietantes que han venido señalando las   organizaciones defensoras de derechos humanos y que, con el paso de los días, se han hecho realidad. A continuación, algunos de estos miedos:

1. El Centro Democrático al poder. Este es un secreto a gritos: el fantasma de las desastrosas consecuencias del uribismo para los defensores parece haber vuelto a la vida con la victoria de Iván Duque.

Desde hace tiempo los líderes sociales conocen la manera como este partido aborda temas como la protesta social, el activismo por los derechos humanos, la reivindicación de  pueblos excluidos históricamente y la participación política de la oposición. El miedo de cualquier opción distinta de la del establecimiento de ser tratada como terrorista revivió con esta victoria.

También revivió el miedo a la militarización de la vida civil, un fenómeno con el cual los líderes sociales tuvieron que luchar durante ocho años –bajo los dos gobiernos de la Seguridad Democrática– y que muy posiblemente se repetirá ahora.

El miedo de cualquier opción distinta de la del establecimiento de ser tratada como terrorista revivió con esta victoria.

2. Un gobierno ausente. Tan pronto se dio la victoria del Centro Democrático el gobierno de Santos se desentendió de la protección de líderes sociales. El aumento exponencial de los asesinatos de defensores de derechos humanos en los últimos meses estuvo acompañado por el silencio institucional, con el presidente Santos a la cabeza. Este silencio se rompió apenas el pasado 5 de julio, cuando los asesinatos en varias zonas del país inundaban los titulares de prensa. Parece que la Casa de Nariño quedó vacía antes de tiempo y que la atención de este gobierno a un tema tan delicado como la vida de estos activistas se diluyó.

Pero no todo lo que ha hecho el gobierno es malo. En abril de este año el Ejecutivo expidió el Decreto 660 de 2018, que abre una puerta para proteger de manera integral a los defensores de derechos humanos, así como para avanzar en la prevención de estas amenazas. No obstante, parece que no hay fondos para desarrollar el Decreto y que las autoridades locales–indispensables para poder cumplir esta nueva norma- no tienen la suficiente capacidad para hacerlo.

El miedo a que el gobierno les diera la espalda a los defensores se ha hecho realidad.

3. La sombra de la impunidad. Con un índice de impunidad del 87 por ciento en los más de 500 casos de asesinato de líderes ocurridos entre 2009 y 2017, los movimientos, organizaciones y activistas sociales se sienten aún más desprotegidos por el Estado.

La creación de la Unidad Especial de Investigación de la Fiscalía y su plan de priorización de casos, que ya han logreado avances procesales en los homicidios más recientes, dan un poco de esperanza frente a los datos históricos de impunidad. Sin embargo este miedo se agrava ante la corrupción reinante entre los operadores locales de justicia, que en vez de agilizar las investigaciones por estos crímenes impulsan la judicialización de los defensores de derechos humanos.

4. Todos contra todos. La violencia producida por los actores armados que permanecen en los territorios ha difundido una vez más entre los líderes sociales el miedo a que la guerra no termine.

Este miedo lo causan las disidencias de las FARC fortalecidas, el ELN en expansión, el resurgimiento del EPL y el reavivamiento de grupos de ascendencia paramilitar en las zonas que ocupaban las FARC, así como las confrontaciones entre todos estos actores. A lo anterior se añade la llegada de carteles de narcotraficantes mexicanos que están poniendo dinero, armas y apoyo para controlar el negocio de las drogas de manera directa o en alianza con grupos locales.

Tan pronto se dio la victoria del Centro Democrático el gobierno de Santos se desentendió de la protección de líderes sociales. 

Los defensores de derechos humanos realizan su labor, precisamente, en las zonas donde operan estos grupos armados: Norte de Santander, Córdoba, Antioquia, Chocó, Valle del Cauca, Cauca, Nariño, Putumayo, Caquetá, Meta y Guaviare. Y por supuesto en estos departamentos se registra la mayoría de los asesinatos de líderes sociales.

Además, este miedo es más intenso ahora que, según han afirmado los líderes sociales, es más difícil conversar y negociar con los actores armados en los territorios. Antes era posible, cuando era claro quiénes controlaban las zonas, pero esa opción desapareció ahora que, como ellos mismos señalan, “no se sabe quién está detrás del arma”.

5. ¿Plan tortuga de militares y policías? Actualmente la fuerza pública se debate entre enfrentar las difíciles situaciones de seguridad derivadas del posconflicto –como los asesinatos de líderes sociales– y el compromiso gubernamental con Estados Unidos de reactivar la lucha frontal contra el narcotráfico y los cultivos de uso ilícito.

La fuerza pública ha disminuido ostensiblemente sus acciones contra todas las amenazas para los líderes sociales en las zonas más sensibles, que coinciden con los territorios en disputa mencionados antes. Esto hace pensar que existe un “plan tortuga” en las Fuerzas Militares y en la Policía, pues su comportamiento ha hecho que en estas zonas no haya dios ni ley para los grupos armados. Esto les permite actuar con tranquilidad en zonas como el Urabá, el Bajo Cauca antioqueño, el sur del Chocó, la frontera con Ecuador o los Llanos de Caquetá, Meta y Guaviare.

Al mismo tiempo, es evidente el aumento de las acciones militares enfocadas en la lucha contra el narcotráfico y la erradicación de cultivos de coca y marihuana. Esta actividad contrasta con la de varios casos de líderes asesinados donde el levantamiento de los cadáveres tuvo que ser realizado por otros líderes y miembros de las comunidades, ya que las propias autoridades requieren complejos operativos de seguridad para entrar en la zona y garantizar la seguridad de sus integrantes.

Futuro incierto

Estos miedos, sumados al aumento sostenido en el número de asesinatos de líderes sociales desde el 2014 y a su proliferación en lo que va corrido del 2018, significan que el movimiento social y la defensa de los derechos humanos están sufriendo una crisis humanitaria de grandes proporciones y en completa soledad. De estos hechos surge también una pregunta: ¿existe un “plan pistola” que pretende exterminar a estos activistas?

Solo el gobierno saliente y el gobierno entrante, así como el resto de las autoridades estatales, tienen la posibilidad de parar este desangre que pone en jaque la paz en Colombia.

Esperemos sin embargo que se mantengan la vigilancia y el apoyo de la comunidad internacional, que en las épocas más oscuras del país fue decisiva y que hoy lo es aun más.

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* Comunicador social – periodista de la Universidad Minuto de Dios, especialista en Dirección de Cine, Video y TV de la Universidad Europea de Atlántico y máster en Comunicación Política y Empresarial de la Universidad de Málaga, coordinador de Comunicaciones, Incidencia y SIADDHH del Programa Somos Defensores.