Compartimos la tercera entrega  de la Revista Semana sobre Mocoa tras la avalancha del pasado 31 de marzo. Es el resultado del camino andado recientemente con la revista, la cual por invitación de la Asociación MINGA y el Centro de Atención Psicosocial CAPS visitó las ruinas de la ciudad de la mano de los líderes de veedurías, barrios destruidos y pueblos indígenas; líderes comunitarios y de albergues oficiales. 

Son las historias de dignidad y resistencia de quienes lo perdieron todo y con quiénes buscamos desde nuestra Escuela de Estudios sociales y ambientales de Putumayo y la atención psicosocial integral reconstruir el tejido social…

Un administrador de empresas recorre los escombros de arriba abajo, ya completa 60 días en ello. Ha encontrado a siete personas, pero no a quien en realidad quiere hallar.

Walter Pereira no se imaginaría que la noche del 31 de marzo le cambiaría la vida, y de la rutina del diario subsistir sus días tendrían matices excepcionales. Prosaico administrador de empresas, radicado en Pasto, empleado de un político local, se convirtió de la noche a la mañana en un rastreador de cuerpos, en el hombre que se resiste a que los muertos queden olvidados bajo los escombros en los que se convirtió la mitad de Mocoa.

Parece extraño. Dos meses después de que una avalancha convirtiera en playa lo que alguna vez fueron 17 barrios de la capital de Putumayo, el país que se solidarizó con la tragedia parece tenerla en el recuerdo. Para Walter, sin embargo, y para cientos de damnificados, esta no ha terminado.

Hay noches en las que el sueño se le enreda con la angustia, y apenas duerme un par de horas. Pese a ello, en las mañana se mueve con vigor. Parece un pequeño escarabajo entre las ruinas, entre los árboles arrancados de raíz y las rocas enormes que recuerdan la fuerza con la que, esa noche, tres ríos se desbordaron y se llevaron 332 vidas.

Pereira no es experto en geología, antropología, ni ha estudiado las ciencias forenses, pero tiene tanta determinación que los familiares de los desaparecidos acuden a él con la resignación de ser el único que los puede ayudar a salir de la incertidumbre.

Walter ya conocía el dolor de la pérdida de un ser querido. Lo sintió en 2004, tras el nacimiento de su primera hija, cuando los médicos le informaron que una anormalidad congénita impidió que el tracto digestivo de la pequeña se desarrollara por completo. Su organismo no estaba preparado para la vida y a los pocos días de ver la luz, murió. Dos años después, el nuevo embarazo de su esposa se presentaba como la cicatriz para esa herida, a medias, pues aquella pena aún lo invade.

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Por los antecedentes médicos, el segundo embarazo fue declarado de «alto riesgo». Pereira no estaba dispuesto a que la historia se repitiera. Por eso, durante los meses previos al parto no se despegó de su esposa, la acompañó a los controles prenatales, vigiló su dieta, sus actividades. María Judith nació el 3 de octubre de 2006. Piel trigueña, ojos negros, hermosa, sana.

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Dos semanas después de la tragedia que enluto a Mocoa y al país, los equipos de rescate dieron por terminada su misión. Según los protocolos ya era imposible encontrar a alguien vivo entre los escombros. La búsqueda estuvo a punto de suspenderse. Aunque la cifra de desaparecidos bordeaba el centenar, había otras prioridades. Las máquinas pesadas fueron destinadas a labores como reencauzar los ríos y apoyar las obras de mitigación para evitar un nuevo desastre.

Walter Pereira, sin embargo, no permitió que se olvidaran de los muertos. Insistió hasta que las autoridades dispusieron una retroexcavadora y cuatro volquetas para seguir con la búsqueda. Estaba dispuesto a enfrentar, así fuera solo, la dura misión de excavar entre el desastre. Acudió entonces a su instinto.

Desde entonces, los días se le pasan vigilando los chulos, que aún se posan sobre las ruinas, como queriendo señalar la presencia de un muerto, y siguiendo el trazado de los olores fétidos que aún emanan de algunas viviendas abandonadas.

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Poco tiempo después del nacimiento de María Judith, el matrimonio de Walter Pereira se rompió y él quedó al cuidado de la pequeña. «Nos inventamos un instituto al que llamamos ‘Papá Educa a su Hija’», cuenta. Él mismo le enseñó a leer y procuraba instruirla a diario. «Mi hija es mi orgullo, todo por lo que vivo. La mejor estudiante del curso», dice. Recuerda con alegría el día en que le entregó una lista de 40 palabras en inglés, con su equivalente en español, y en menos de 20 minutos la niña las había aprendido. «Creo que tiene memoria fotográfica».

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Walter habla en presente cuando se refiere a su hija, aunque el nombre de María Judith aparece en la libreta que carga a todos lados y donde apunta a los desaparecidos de la tragedia. La niña vivía en Mocoa desde junio de 2015, cuando la madre recibió su custodia. Desde esa misma fecha, hace casi dos años, no volvió a verla, ya se había radicado en Pasto.

El 31 de abril, la avalancha arrastró la casa de los abuelos maternos de María Judith. Los cadáveres de todos los adultos, incluida la madre, aparecieron. No hubo rastro de la pequeña.

Pereira dice que seguirá buscando desaparecidos hasta cuando se lo permitan, aunque reconoce estar agotado. La piel se le quemó por pasar tanto tiempo desprotegido ante los rayos del sol. A veces siente que se le acaban las fuerzas, sobre todo, luego de las duras jornadas de búsqueda de hasta 14 horas que suelen terminar sin resultados.

La lista oficial indica que en Mocoa aún hay 71 desaparecidos. Los rumores de la gente dicen que pasan de cientos. Walter, por lo menos, ha encontrado siete, y aún espera que la siguiente sea su pequeña María Judith.

*El viaje del que se derivó este artículo fue realizado gracias al apoyo de la Asociación Minga