Compartimos el artículo de Colombia 2020, proyecto periodístico del diario El Espectador, con quienes recorrimos los territorios de la comunidad indígenas Awá… 

En los últimos quince años han sido asesinados 2.000 nativos de esta etnia. Su propuesta de paz es perdonar a cambio de recorrer las montañas sin miedo a las balas ni a las minas. En cuatro meses tendrán un mandato de paz que presentarán al Gobierno y a las Farc.

El silencio de Eduardo Pascal también es para evitar que su lengua nativa, el awapit, se extinga. Está tocando la marimba como si fuera un afrodescendiente del Pacífico colombiano, mientras su esposa y sus dos hijas lo miran con disimulo desde una esquina. Por momentos se esconden detrás de una pared del salón del resguardo Awá Piguambí Palangala del corregimiento de Llorente en Tumaco, Nariño, porque cuando llegan mestizos les da miedo que se burlen o que les griten: “habla bien, indio”. A Pascal le falta una hija, Cristina. Ya no está, porque hace dos meses, mientras él se fue con la guardia indígena y su pareja a trabajar en un restaurante del pueblo, al regresar la encontró al lado de una quebrada, sin signos vitales, y a su lado un tarro vacío del veneno con el que Pascal fumiga la coca.

(Conoce aquí la galería fotográfica de esta visita…)

Hace tres años llegaron al corregimiento para que las hijas estudiaran el bachillerato en un colegio de mestizos: la Institución Educativa Llorente. La mayor tenía 16 años y todos los días le decía a su padre: “Papá, casa más bonita. Papá quiero pieza para mí sola”. Pascal construyó un rancho de paja detrás del centro urbano y ahí viven hacinados en un solo salón.

Salieron del resguardo Tortugaña Telembí, donde los taitas aún conservan su cultura: caminan descalzos, hablan la lengua propia y sobreviven de lo que producen la selva y las huertas. Caminaron dos días para llegar a Llorente. En ese territorio, fronterizo con Ecuador, el 4 de febrero de 2009, entre Barbacoas y Ricaurte (Nariño), al menos 17 indígenas awás fueron torturados y asesinados con armas blancas por miembros de la columna Mariscal Sucre de las Farc. “Luego de acusarlos de suministrarle información al Ejército, los guerrilleros los asesinaron utilizando cuchillos y machetes. Dos de las víctimas eran mujeres en estado de embarazo”, relató en 2010 la Comisión Colombiana de Juristas.

Todo sucedió a pesar de que la Defensoría del Pueblo advirtió a través del Sistema de Alertas Tempranas que “grupos guerrilleros habían declarado objeto de ataque a integrantes de los cabildos y dirigentes indígenas por considerarlos colaboradores e informantes de la Fuerza Pública y de los grupos armados contrainsurgentes”.

Tres días después de esa masacre, mientras diez indígenas se desplazaban de esa región hacia Samaniego (Nariño), fueron asesinados por las Farc en la vereda Guangarial, a dos horas del sitio de donde estaban huyendo.

Pero el luto comenzó el 9 de agosto de 2006, cuando paramilitares y personal del Ejército asesinaron a cinco indígenas en el municipio de Magüi Payán, Nariño, haciéndolos pasar como falsos positivos, cuando se trataba de indígenas awás. Quienes murieron en esa masacre fueron: Marlene Pai Burbano, Blanca Adelaida Ortiz (profesora e indígena awá), Segundo Jairo Ortiz Taicus, Jesús Mauricio Ortiz Burbano y Juan Donaldo Moran (exconcejal y líder de esa comunidad).

Luego, el 22 de marzo de 2008, llegaron los paramilitares con el nombre de banda criminal Los Rastrojos y en la vereda Candillal, corregimiento Altaquer, en el municipio de Barbacoas, Nariño, les dispararon y asesinaron a cuatro indígenas awás: Alonso Rosero, Jony Sotelo, Paulino Fajardo y Manuel Antonio Rosero.

Así, en los últimos quince años han asesinado a más de dos mil indígenas del pueblo awá, según datos que reposan en la oficina del Cabildo Mayor Awá de Ricaurte (Camawari). La violencia los ha esparcido por Nariño, Putumayo y el Ecuador (son alrededor de 30.000 nativos) a engrosar cordones de miseria en los cascos urbanos y a olvidarse de su lengua nativa, burlada y extinguida: solo el 50 % de los indígenas hablan el awapit. En Ricaurte, donde la mayoría son indígenas (14.000), solo el 10 % aún conserva la lengua. “Después de la masacre de Telembí, de los 1.200 guardias indígenas que éramos, apenas quedamos 480. Los guardias hemos sido amenazados si ejercemos control contra cualquiera de los grupos armados que intentan invadir nuestro territorio”, relata Segundo Guatín, líder indígena del resguardo La Turbia de Tumaco, Nariño.

El miércoles pasado, cuando llegamos al resguardo Magui, en el municipio de Ricaurte, un puñado de indígenas debatían sobre los puntos uno y cuatro de la agenda que negocian el Gobierno y las Farc en Cuba. Les interesan esos dos, porque tocan sus territorios: la reforma agraria y la sustitución de cultivos de uso ilícito.

“El cheque de los awás es la coca, porque de eso dependemos para sobrevivir. Se necesitan proyectos de productos que se dan en la zona. Aquí cultivamos el plátano, pero para darles de comer a los cerdos. Necesitamos que se abra el comercio al campesino e indígena y que se construyan carreteras. Los proyectos que han traído han fracasado por esas razones. Por ejemplo, la FAO trajo un proyecto de sustitución de cultivos ilícitos por huertas caseras para sembrar tomate y cebolla, pero esta tierra no es para esos productos. Por eso fracasó”, comenta Emiro Acosta, líder del resguardo de Magui.

En ese espacio también recordaron a Demelio Guanga, el indígena que salió a rodear tres vacas y cayó en una mina antipersona. Hasta 2014, de acuerdo con el archivo histórico de la organización Camawari, 1.500 indígenas awás murieron cuando pisaron estos artefactos. “Hemos sido víctimas porque los caminos ancestrales por donde transitamos han sido cogidos como corredores de los grupos armados”, dice Silvio Hernández, líder de la Comisión de Paz del Pueblo Awá, conformada en el marco de la Escuela Regional de Paz liderada por Asociación Minga, el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) y el Comité de Integración del Macizo Colombiano (Cima).

Para arribar al resguardo de Magui, llegamos a Pasto, dos horas después a Ricaurte y dos horas más hasta la vereda Guaduales, donde hay que caminar una loma durante una hora y media. En ese tránsito, un guardia indígena que nos acompañaba señaló el puesto de salud abandonado desde el año 2003. También las matas de coca, las plantas de plátano y caña que cosechan, y los frutos ancestrales que nacen con la fuerza de la tierra, como el chiro.

La propuesta de paz del pueblo awá

En La vereda Guaduales el matapalo está caído por la furia del río Las Vegas, que desemboca en el río Mira en el Pacífico colombiano. Allá, los awás han construido puentes de madera con techos de zinc para evitar que la estructura se pudra por las constantes lluvias. Pero también están sanando las heridas, perdonando y construyendo su propia propuesta de paz para que el Gobierno y las Farc la tengan en cuenta durante el posconflicto.

En cuatro meses tendrán terminado el mandato de paz que, básicamente, está enfocado en la defensa del territorio ancestral. “Para el pueblo awá, esa paz no solo es silenciar los fusiles, arrancar las matas de coca y reparar a las víctimas, significa que haya garantías plenas para el buen vivir en nuestros territorios. Dejar la tierra tranquila para que pueda producir sin agrotóxicos que la contaminen. Una paz territorial es que las empresas no vengan a invadirnos para extraer los recursos naturales”, menciona Silvio Hernández.

En el resguardo El Edén Cartagena, en la cabecera municipal de Ricaurte, está la imagen de la violencia sepultada con la resistencia por la vida. Ahí habitan 130 familias en 79 casas construidas con madera de gualte en un terreno comprado con dineros del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder). Ellos son desplazados del resguardo de Magui y ya tienen colegio, donde reciben a hijos de indígenas, afrodescendientes y campesinos. Es la Institución Educativa Nuevo Renacer Awá, que tiene como eje transversal la recuperación del awapit.

Por ahí empezaría su paz, si el Gobierno materializa el auto 004 de 2009 y las sentencias de la Corte Constitucional que han exigido “la adopción de medidas cautelares urgentes para la protección de los derechos fundamentales del Pueblo Indígena Awá”. En esto poco, se ha avanzado. Jaime Caicedo explica que aunque han sido reconocidos por el Gobierno y se está trabajando el Plan de Salvamento Awá, “han pasado varios años y los gobiernos locales y nacionales no han hecho la apropiación de la protección de los indígenas. A pesar de esos autos y sentencias, nosotros todavía tenemos a compañeros asesinados a manos de la Fuerza Pública y la insurgencia que ni siquiera hemos podido enterrar”.

“Los intereses de la guerra nos han debilitado, pero no estamos derrotados”, les dice Silvio a los indígenas que participan en la socialización de los acuerdos de La Habana. Por no dejarse imponer otras ideologías han muerto muchos de sus líderes, pero el mandato de paz es claro: quien ingrese a ese territorio debe respetar la autonomía y la guardia indígena, que es la que hace el control territorial.

“Con el simple hecho de no coger un fusil estamos aportando a la paz. Tener organizada una guardia indígena solo con bastón de mando, es símbolo de que lo que se debe extinguir son las armas, no nosotros. Le decimos al Gobierno que todos esos recursos que va a invertir en el posconflicto, en nuestras comunidades, sea de manera concertada con nosotros y para que haya la garantía de sostenibilidad en el tiempo”, continúa Hernández con su discurso en la segunda reunión de construcción del mandato de paz awá.

Cuando regresamos del resguardo de Magui a tomar la carretera destapada que conduce al municipio de Ricaurte, este líder indígena iba relatando que hace tres semanas el comandante Bayron, de la columna Mariscal Sucre citó a la comunidad a una reunión para socializar los acuerdos de La Habana. La principal duda de los comuneros fue si todos los guerrilleros se iban a desmovilizar. El insurgente les dio su palabra y por eso están tranquilos. En cuatro meses tendrán construidos todos sus mandatos, porque allá, en esa tierra donde se desmiente en castellano que ellos no son descendientes de la Barbacha (el musgo de un árbol), sí sueñan con vivir como lo hacían sus ancestros: transitar libremente por el entorno como lo que son: los Inkal Awá o gente de la montaña.

Al salir de Llorente, que queda a tres horas de Ricaurte, Eduardo Pascal rompió su otro silencio: el de la muerte de Cristina. Contando se le enreda la letra ese, omite tildes y mezcla palabras propias del awapit. Le llevó un pollo asado a su familia. Su paz es regresar a Tortugaña Telembí, en la frontera con Ecuador, para poder seguir cazando en la selva, sembrando yuca, hablando con los ancestros y caminando descalzo, quizá así es como más se siente libre.