Desde finales de los 90, los gobiernos nacionales han probado diferentes medidas para generar algún tipo de protección a líderes sociales y defensores de derechos humanos.
El acumulado hoy son al menos 20 disposiciones normativas y 15 instancias diversas para enfrentar esa realidad. No obstante, la agresión contra estas personas persiste y crece vergonzosamente, hasta ubicar a Colombia en el deshonroso primer lugar.
El presidente Duque anunció en noviembre pasado, con bombos y platillos, el Plan de Acción Oportuna (PAO), pues supuestamente la normatividad e instancias existentes creadas por el Gobierno anterior eran desarticuladas y poco efectivas. Sin embargo, ahora improvisa una medida más con el nombramiento de tres altos funcionarios, y sin duda repetitiva, que no traerá resultado positivo alguno. Además, se trata de funcionarios adversos a los movimientos sociales y populares, cuya postura ideológica les impide actuar con vocación y genuinamente por la protección de tales activistas. En realidad, se trata de una disposición para enfrentar la presión mediática y coyuntura política desfavorable a la imagen presidencial, más que para atacar la raíz del problema. Improvisar cada tres meses una disposición temporal es actuar exactamente como el anterior, a pesar de su intento permanente de diferenciarse.
En Colombia no existe una política pública de protección y mucho menos de garantías de seguridad. A pesar de ello, en el proceso de paz entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc sí existe una serie de disposiciones normativas más estructuradas que se aproximaron a rutas y metodologías para la desarticulación del crimen organizado, que afecta el liderazgo social y garantiza la protección. Entre ellas, el Sistema Integral de Seguridad para el Ejercicio de la Política (Decreto 895 de 2017), la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad (Decreto Ley 154 de 2017), el Sistema de Alertas Tempranas (Decreto 2124) y el Decreto 660 de 2018 sobre protección colectiva a comunidades en alto riesgo. Sin embargo, el Gobierno de Duque ha ignorado completamente estas normas e instancias, se ha negado a convocarlas e implementarlas, teniendo allí una fuente de la cual beber para la protección y generar contextos de garantías para los y las defensoras de derechos humanos territoriales. Es decir, si actualmente estuvieran funcionando la situación sería distinta.
A lo anterior se suma la reiterada negativa del actual Gobierno de considerar el asesinato de líderes y lideresas como sistemática, lo cual distorsiona la posibilidad de un análisis estructural, que requiere respuestas consecuentes y no circunstanciales.
Protección versus garantías: en la última década, el movimiento de derechos humanos a través del Proceso Nacional de Garantías ha insistido al Estado colombiano en avanzar de la política de protección física y material a la de garantías de seguridad para los y las defensoras. Se trata de dos conceptos bien distintos.
El primero, se limita a dispositivos para resguardar la integridad física del o de la protegida en un ámbito determinado, pero circunscrita a un universo muy pequeño de personas dado los elevados presupuestos requeridos y la complejidad de procedimientos para acceder a estos. Sin embargo, su mayor debilidad está en no atacar las causas del problema. Todos los gobiernos nacionales, sin excepción, han centrado sus expectativas en este aspecto, disponiendo de ingentes recursos. Hoy, la Unidad Nacional de Protección cuenta con un presupuesto cercano al billón de pesos, pero sin resolver el problema.
El segundo tiene un ámbito mayor. Implica un enfoque transformador, pues cambia las condiciones adversas de contexto, y obliga a las instituciones de Gobierno y Estado a actuar de acuerdo con sus mandatos y obligaciones. En consecuencia, ataca los factores de riesgo y actores criminales en los diferentes territorios, no importa cuán alejados estén. No obstante, los gobiernos no han querido asumir la construcción de una verdadera política de garantías de seguridad, justo por el fondo de sus implicaciones, entre ellas, combatir a los grupos criminales, con frecuencia asociados o protegidos por políticos, terratenientes, ganaderos, empresarios y demás actores de poder en las regiones. Igualmente, sanear las Fuerzas Militares de los rezagos que arrastran de la doctrina de seguridad nacional y replantear como política central la militarización de los territorios, dado sus escasos resultados y su contribución en los contextos complejos.
Implica también la actuación idónea de todas las instituciones del orden nacional y local en función del reconocimiento y dignificación de los movimientos sociales, liderazgos populares y defensores de derechos humanos,y cuenten con un enfoque de derechos humanos más allá de tener una oficina sobre la temática o recepción de denuncias. Esto significa que las alertas tempranas emitidas por la Defensoría del Pueblo se respondan a tiempo y con eficacia, que el Ministerio Público entregue logros de las investigaciones a funcionarios omisivos de sus obligaciones o que actúan de mala fe contra los líderes y lideresas sociales y los discipline, que los servidores como alcaldes y gobernadores asuman la responsabilidad de las garantías, que la Fiscalía General avance en resultados más contundentes y que abarquen responsables estructurales y no solo los gatilleros. Todo lo anterior, sin mencionar la corrupción en las venas de la institucionalidad.
Si el Gobierno tiene voluntad de enfrentar de manera más estructural la criminalidad contra las personas defensoras de derechos humanos y los liderazgos sociales —quienes además de luchar por los derechos de sus comunidades trabajan por la paz— cuenta con herramientas e instrumentos jurídicos y políticos para hacerlo, especialmente los del acuerdo de paz. A esto se sumaría darle continuidad a toda la implementación para romper el referente negativo en que se ha convertido y que favorece el crecimiento de las disidencias de las Farc. También, descongelar el proceso con el ELN, que traería alivio determinante en regiones como el Pacífico, el Catatumbo y Arauca, donde el liderazgo social está muy afectado.
En fin, es posible detener el insostenible crecimiento de asesinatos, atentados y amenazas contra defensores y defensoras de derechos humanos —incluidos los liderazgos sociales— pero se requiere voluntad política para ello y un cambio de pensamiento de la institucionalidad colombiana que entienda la importancia de estas personas en la construcción de la democracia y la paz.
*Comunicadora social, directora de la Asociación MINGA y coordinadora del Programa Somos Defensores.
** Publicado por Semana Rural