Lamentar, rechazar, reprobar, condenar… Se nos acabaron los sinónimos para expresar los sentimientos de dolor e impotencia que estremecen la conciencia de quienes defendemos la vida y la paz, ante los criminales hechos ocurridos contra la población de El Tarra en el Catatumbo.
Pero esta masacre tiene un escenario mucho más trágico: la muerte de cerca de un centenar de personas entre civiles y combatientes tan solo en este año, producto de asesinatos selectivos, enfrentamientos bélicos y desapariciones, según señalan varias fuentes.
Quizás como en ninguna otra región, los pobladores del Catatumbo han experimentado todos los mecanismos a su alcance para resistir y oponerse a la violencia que como una sombra les acompaña desde hace tiempo, y pareciera que para siempre: homilías, audiencias públicas, concentraciones, galerías de la memoria, comisiones de interlocución, pronunciamientos con reclamos airados, marchas dentro y fuera de la región, misiones humanitarias, peregrinaciones,… en fin, también aquí los sinónimos parecieran agotarse.
Sin embargo, los señores de la guerra no quieren escuchar y más bien les tiene sin cuidado la súplica de un pueblo que clama paz y convivencia. Un pueblo que no quiere llorar un hijo más, y elude la muerte con el desplazamiento en su propio territorio y la solidaridad organizada. Un pueblo que busca salir de la pobreza y la exclusión haciendo la vida con sus propios sueños y los cayos de sus propias manos. Un pueblo que labora desde el despunte del sol hasta su silencio en el ocaso, templando su piel y su carácter. Pero la muerte sigue ahí rondando, y terminarán cantándole como Silvio “…tantas veces llamada a mi lado que al cabo se ha vuelto mi hermana”.
A pesar de todas las agresiones, las comunidades del Catatumbo se niegan a que la infelicidad y el desánimo las invada, y se reinventan frente a cada tragedia en la brega diaria y en la fiesta misma para hacer prevalecer la dignidad en su territorio; y a pesar de la deshumanizante estigmatización del tradicional discurso oficial, levantan con orgullo las banderas de su querer ser catatumbero.
Hoy no sabemos quién cometió el crimen masivo en El Tarra. Tanto el ELN como el EPL niegan su responsabilidad. Lo cierto es que con su injustificable conflicto estos dos grupos han generado un ambiente bastante turbulento en la región, donde puede ser aplicada la sentencia popular “en río revuelto, ganancia de pescadores”. Y no son pocos los sectores que tienen sus apuestas en este territorio que bien pueden estar poniéndolas en juego, sin necesidad de mover un solo dedo, gustosos de hacer sonar los clarines de la guerra.
Esta condición a la que ha sido llevado el Catatumbo le hace preguntas entonces a quienes llamándose “revolucionarios” dicen representar al pueblo, cuando por el contrario lo victimizan y desmovilizan sus capacidades para enfrentar los diferentes carteles del petróleo, el carbón, la palma aceitera y la coca, quienes presionan desde hace rato el control del territorio, junto con los partidos políticos gobiernistas.
Mírese por donde se mire, es innegable que el cultivo de la coca y su ligazón con el narcotráfico está determinando la dinámica de ese conflicto armado que se presenta en la actualidad en el Catatumbo. Por tal razón, los hechos de violencia que padece la población, especialmente en este año, se constituyen en una exigencia a las comunidades catatumberas para adoptar con determinación el inaplazable mandato de desarticular una economía que desfigura el espíritu comunitario que, históricamente, ha dirigido el modelo de sobrevivencia y convivencia en su territorio. En contrapartida, disponer todas las voluntades para adelantar con mayor entusiasmo la construcción del Plan de Vida del Catatumbo como proyecto de región en el que sigan confluyendo todos sus pueblos originales, indígenas, campesinos y sectores urbanos.
No estamos llamando a que el Estado llegue con sus políticas policivas de seguridad a proteger una población que siempre ha despreciado, económica, social y políticamente. Los reclamos de catatumberos y catatumberas al Estado no pueden servir de excusa para ampliar la militarización de una región que desde mediados de la década pasada ya cuenta con cerca de diez mil uniformados centralizados en la Fuerza de Tarea Conjunta “Vulcano”. Tampoco para alentar la profundización de una política antidrogas represiva que por más de 20 años ha mostrado su absoluto fracaso, pero si ha servido para favorecer los negocios que se mueven alrededor de ella.
Además, un Estado denunciado en la región por paramilitarismo, falsos positivos y corrupción, en connivencia con la mafia y politiqueros locales; con procesos de paz incompletos y acuerdos incumplidos los cuales están derivando también en las disputas que vive el territorio ahora, no tiene la autoridad histórica para definir la manera como se van a resolver los problemas de violencia en el Catatumbo.
En tal sentido, insistimos en que el protagonista fundamental en la solución de este conflicto y sus arandelas deben ser las comunidades y sus organizaciones sociales, porque se trata de un actor históricamente legítimo en todas sus dimensiones: territoriales, culturales, económicas y políticas, con capacidad para modificar los métodos violentos con los que se pretenden imponer intereses particulares, y eso debe reconocerlo el Estado.
Es claro que para ello se requiere de un marco político favorable a la paz, esto es, que el actual proceso tenga continuidad y permita que sean habilitadas varias de las acciones que deberán emprenderse en ese propósito. Independientemente de la voluntad del nuevo gobierno, la participación directa de la sociedad y las comunidades seguirá siendo la base fundamental para persistir en una solución política al conflicto armado que en verdad conduzca a una paz estable y duradera.
Asociación para la Promoción Social Alternativa MINGA
Bogota, Colombia. Agosto de 2018.