Compartimos la crónica realizada por el Espectador quien junto a la Asociación MINGA y la Vicaria del Sur recorrió Caquetá, donde comunidades campesinas se mantienen en resistencia ante la amenaza de entrada de empresas multinacionales al departamento y continúan la defensa de su carácter amazónico.
Dos meses después de que José Antonio Saldarriaga se encadenara a una silla plástica en la mitad del puente La Cacho, y con este acto lo rebautizó como Puente Resistencia, 35 campesinos, muy cerca de aquel lugar, bajo una carpa negra que empoza el sopor y la humedad del mediodía en la Amazonia caqueteña, escuchan atentos la voz firme de una mujer que lee la Ley General Ambiental de 1993, como si de esas palabras pudiera brotar la añorada solución que alivie la angustia que por estos días los ocupa. El ondear de una bandera de Colombia izada sobre un palo de guayaba cercano hace presentir que lo que se discute bajo esa carpa es algo más que el destino de estas personas.
El viento corre fuerte y tenso; a 40 metros hay tres camiones del Escuadrón Móvil Antidisturbios repletos de efectivos que se distribuyen en tres puntos alrededor del lugar donde los campesinos están reunidos, formando así una especie de cerco. Mientras los adultos hablan, cuatro niños, desentendidos de la discusión, se pasan de mano en mano una granada aturdidora que ellos mismos reconstruyeron, como si se tratara de un juguete, y recogen las balas de goma que quedaron esparcidas por el potrero en el que ahora corretean tras la irrupción del Esmad el pasado martes, la cual dejó dos campesinos heridos de gravedad y quebró la tranquilidad que vivía La Florida, una vereda del municipio de Valparaíso (Caquetá), a la que la violencia no había vuelto desde tiempos en los que paramilitares del frente Andaquíes sembraron el terror en sus tierras.
Lo que se discute bajo la carpa es la hoja de ruta para impedir que la petrolera china Emerald Energy entre a su territorio, el que colonizaron sus padres hace 50 años y que hoy se sienten llamados a defender, una decisión en la que los campesinos están enraizados y en la que se juega, así lo creen, además del futuro de la vereda, el de gran parte de la Amazonia colombiana, porque, según dicen, lo que suceda en Valparaíso se va a repetir en todo Caquetá. La pugna comenzó en febrero de 2014, cuando Emerald Energy llegó a la zona para socializar su proyecto de exploración petrolera. De entrada, los campesinos desconfiaban del planteamiento de la empresa. De pueblos vecinos les llegaban noticias poco alentadoras. En San José de Fragua la comunidad está inconforme luego de que una petrolera entró al municipio, hizo pruebas para establecer la calidad del crudo en la zona y al no encontrar lo que esperaba se fue, dejando, según quejas de los pobladores, problemas ambientales, en la infraestructura vial y hasta deudas con el comercio local. Además, ya estaban familiarizados el caso de Putumayo, departamento vecino que lleva más de 50 años envuelto en la explotación de petróleo, donde, según Leonidas Rico, rector de la Universidad de la Amazonia, la extracción ha degradado no sólo las condiciones del territorio, sino las de sus pobladores.
El 4 de mayo se reunieron 250 campesinos para concertar una forma de evitar que las máquinas de Emerald empezaran a remover la tierra de Valparaíso. Y cuando dominaba el desespero ante la ausencia de soluciones, José Antonio Saldarriaga, un campesino de brazos fuertes y piel tostada, se levantó impetuoso de su silla: “Si quieren yo me amarro al puente El Cacho”, dijo convencido de sus palabras. El ofrecimiento les pareció una locura, hubo confusión, pero finalmente la propuesta comenzó a sumar partidarios. Doña Ana se ofreció a encadenarse el segundo día y así el entusiasmo se propagó. “Al final sobraba gente para amarrarse”, dice José Antonio.
Esa misma tarde, a las 5 p.m., ya estaba encadenado a la silla en la mitad del puente. Pasó su primera noche, de muchas que vendrían, como guardia del puente, la entrada a sus tierras. El plan era claro: todo el mundo podía pasar sobre la quebrada La Cacho: campesinos, autoridades, todos menos la maquinaria de Emerald Energy; también decidieron que la violencia nunca sería parte de sus herramientas para frenar a la petrolera; el machete sólo lo usarían para cortar leña. Tendieron una lona que los cubría de la lluvia, atravesaron un par de palos que sirvieron de sillas y a un costado, sobre los matorrales, montaron una “olla comunitaria” a la que iban a parar los alimentos que los comerciantes de Valparaíso, solidarios con las circunstancias, les llevaban a diario. Al menos cinco personas cuidaban el paso en las noches, pero en el día se llegaban a juntar hasta 50. El rumor de que el puente La Cacho ahora era Puente Resistencia se extendió por la zona.
La voz de los campesinos se alzó por todas las veredas de Valparaíso y llegó a Florencia. “La gente en Caquetá considera que no necesita el petróleo para que la región avance”, dice Sandra Rodríguez, gobernadora encargada que ha estado frente a la situación. Desde las instituciones departamentales hay descontento con la forma en que se maneja la política minero-energética en el país, pues todas las decisiones se toman en el orden nacional y los departamentos sólo se enteran cuando las empresas entran con sus aparatosas máquinas. Parte del problema radica en el decreto que los ministros del Interior, Minas y Medio Ambiente expidieron el 23 de diciembre de 2014, conocido como “decreto navideño”, que limita el poder de acción de los gobiernos locales sobre sus suelos. Sin embargo, el 1° de julio, el Consejo de Estado lo suspendió y es probable que la Corte Constitucional termine de tumbarlo, lo que abre una ventana de esperanza para la gente de La Florida. Además, consideran que el departamento, por su ubicación dentro de la Amazonia, debería tener un trato diferencial al de otros territorios. “No es lo mismo explotar petróleo en los Llanos o en un desierto de La Guajira que en una selva caqueteña, queremos un trato diferencial que ojalá sea de ley”, dice Deiby Madrigal, presidente de la Asamblea Departamental.
El 1° de julio, a las 8 a.m., según el relato de la comunidad, apareció el Esmad. Les dijeron que se retiraran y ellos, impotentes ante la imponencia del escuadrón, retrocedieron hacia el potrero de la finca de Simeón, aledaña al puente. Se cruzaron palabras agresivas y el Esmad, aseguran, les exigió que también se retiraran del potrero. Ante la negativa de los campesinos, que argumentaban estar en propiedad privada, comenzó la lluvia de gases lacrimógenos. Miembros del escuadrón cortaron la alambrada y entraron a la propiedad de Simeón. Juan Chávez estaba montado en su caballo cuando se desató el alboroto y recibió en su cabeza, a tres metros de distancia, el disparo de un gas que lo tiró al piso, aturdido y bañado en sangre. Después de su caída todo empeoró. Los campesinos respondieron a las agresiones, hubo más heridos. Ana Pantévez fue a auxiliarlo y recibió un disparo con balas de goma que le dejó un moretón que ocupa por completo uno de sus brazos. La incursión se extendió a lo largo de dos horas. Hacia el mediodía las cosas se calmaron y el panorama del potrero, en el que no suele haber más alboroto que el que puedan hacer los niños cuando corretean a los perros, se reveló desastroso. Las banderas de Colombia y de la paz que los campesinos habían izado sobre el puente estaban quemadas.
La acción no solucionó nada, por el contrario, sirvió de combustible para enardecer el fuego. Dos días después, José Antonio y Gregorio Pérez viajaron a Bogotá como voceros de la comunidad de Puente Resistencia a reunirse con el ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, pero la respuesta que encontraron no fue la esperada: que eso no es competencia de su ministerio sino del de Minas, les contestaron, según Pérez. Sin embargo, el viaje sirvió para encontrar apoyo en entidades como la ONG Minga y Naciones Unidas. Con el respaldo conseguido son conscientes, como dice José Antonio, el primero en encadenarse al puente, de que ya es momento de cambiar de estrategia. En eso coincide con Hugo Rincón, secretario de Gobierno departamental: “Se debe pasar de confrontación entre campesinos y Fuerza Pública a una confrontación jurídica”.
Aún no hay un panorama claro de lo que sucederá en Valparaíso. Los campesinos exigen que haya estudios independientes que evalúen el impacto que generaría la fase exploratoria antes de que ésta comience en el municipio. Mientras tanto, por las trochas de Valparaíso, en tan mal estado que parecen de un siglo remoto, se ven las máquinas excavadoras de la petrolera arreglando la vía, poniéndola a punto para el paso de la locomotora minero-energética. Los campesinos dicen estar dispuestos a seguir luchando para que las aves, el río y las plantas no se conviertan en un simple adorno del escudo de Caquetá. El asunto ya cruzó fronteras y para agosto están convocados todos los departamentos amazónicos a una asamblea pública para discutir su futuro frente a la explotación de sus recursos naturales. En el aire hay una consigna clara: Colombia tiene que escuchar al sur.
Aquí imágenes de la Asociación Minga del recorrido realizado en Caquetá