En el año 2010 Doris Tejada, tenía un brazo roto, casi tan roto como su corazón. Destapaba su herida en el parque San Nicolás de Soacha mientras mostraba una foto de su hijo: Oscar Alexander Morales Tejada.
Han pasado cuatro años desde ese primer día cuando ella apenas asimilaba la idea de que su hijo había sido asesinado por tropas del Batallón de Artillería No. 2 La Popa quienes lo hicieron pasar como guerrillero dado de baja en combate.
Doris llegaba al grupo de las madres de Soacha de quienes había escuchado de lejos, en los medios de comunicación cuando estalló el escándalo de los llamados falsos positivos nombre acuñado para hablar de los más de 5763 casos de asesinatos a civiles por parte de la fuerza pública -cifra registrada entre el año 2000 y 2010 por la coordinación Colombia Europa Estados Unidos CCEEU-. A ellas decidió acudir para ganar fortaleza y conjuntamente iniciar el camino de “la lucha” por la verdad, la justicia y la no repetición de casos de ejecuciones extrajudiciales en Colombia.
Oscar, oriundo de Fusagasugá, tenía 23 años cuando desapareció el 31 de diciembre de 2007 de la ciudad de Cúcuta donde se encontraba para visitar a su hermano. Sus padres aún recuerdan las palabras dichas durante 40 minutos en la que fue su última llamada. Los últimos minutos compartiendo a la distancia la alegría de esta fecha decembrina. La última alegría de Oscar de quien no supieron más hasta tres años más tarde.
Doris siempre guardó la esperanza de encontrarlo vivo. Una casualidad la llevó a preguntar en la registraduría de Fusagasugá por la cédula de su hijo cuyo número estaba tachada en una lista. Su hijo registraba como muerto en el Copey Cesar. La respuesta rompió sus anhelos y descargó sobre ella la necesidad de encontrar la verdad sobre lo sucedido con su hijo.
El 16 de enero de 2008 cuando los habitantes de la vereda el Reposo -cercana a la cabecera municipal de el Copey- quisieron pasar el puente ubicado en el kilómetro 6 de la vía central que conduce a la Sierra para iniciar sus labriegas labores, la presencia de tres cuerpos sin vida en mitad de la carretera les impidieron el paso; uno de estos, levantados por el CTI de Busconia y enterrados como NN en el nuevo cementerio de el Copey, era Oscar Alexander Tejada Morales.
Desde hace un año Doris Tejada viaja cada jueves desde Fusagasugá para participar en el Costurero kilómetros de Vida y Memoria, para tejer su fuerza y valor y compartir con mujeres y hombres que en este espacio van plasmando en telas sus historias de tristeza y dolor por quienes han perdido, pero también, las de vida, alegría y dignidad que los mueve día a día buscando que la justicia toque su puerta, les diga la verdad y les garantice que hechos como los vividos por ellos y ellas no los viva más nadie.
Doris desde que sabe lo sucedido con su hijo, solo ha soñado con darle un entierro digno, tenerlo cerca a su casa y poder llevarle flores. Ella junto a sus compañeras de “lucha” usando las batas blancas que las simbolizan, se ha parado en tarimas improvisadas para reivindicar públicamente a los ejecutados extrajudicialmente; ha exigido vehementemente ante los medios de comunicación, en la Fiscalía General de la Nación y otras tantas partes, la entrega del cuerpo de su hijo y el paso de este caso que aún permanece en la justicia penal militar a la justicia ordinaria para evitar que quede impune para siempre.
Oscar lleva siete años enterrado en el Copey y aunque no hay información sobre el punto exacto donde está, Doris, Darío su esposo, padre de Oscar Alexander, integrantes del Costurero de memoria que combaten el dolor con alegría, la Asociación MINGA, la Fundación Manuel Cepeda, el Centro de Atención Psicosocial CAPS, la Comisión Colombiana de Juristas CCJ, organizaciones de derechos humanos que han venido acompañando a esta familia, periodistas y veedores internacionales; salimos de Bogotá en una peregrinación a el Copey, buscando cumplir el deseo de Doris y, para mostrar que los kilómetros de vida y memoria que cada jueves se tejen en los salones del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, sobrepasan las telas y se vuelven de asfalto y destapados con tal de encontrar justicia.
16 horas de viaje acercan a Doris y Darío al lugar donde está enterrado su hijo. Al llegar al parque central de el Copey decenas de personas atraídas por los colores de los grandes telares que acompañan la peregrinación se reúnen alrededor del grupo de 37 personas que llega desde Bogotá. La voz de Doris es amplificada para saludar a los habitantes de este pueblo y entre lágrimas los invita a hacer memoria junto a ella.
Copey es un pueblo grande. Caminar sus calles rodeadas por árboles que van ahogando los calurosos días, hacen pensar que es un pueblo de paz, de tranquilidad infinita. Pero no siempre fue así. Desde 1996 y hasta hace poco, los 27.212 habitantes de este municipio ubicado al Norte del Cesar sufrieron la oleada paramilitar que no dio respiro en ningún centímetro del país ni perdono estas tierras. El paramilitarismo bajo el comando de Jorge Luis Escorcia Orozco, alias ‘Rocoso’, se ensañó con ellas dejando -como señala Verdadabierta.com – cientos de muertos, 176 desapariciones forzadas, 5.311 desplazados y en cada persona que allí habitó una marca para siempre de dolor. Una marca que los copeyanos silencian buscando olvidar.
Doris y Darío solo quieren llegar al cementerio. Solo quieren sentir que están cerca a Oscar, a lo que queda de él. Van llorando y sonriendo. Inician la marcha escoltada por los moto taxistas que no buscan carreras y por más y más copeyanos que se van sumando en el camino mientras escuchan atentos las historias que la peregrinación va contando.
No hay un cementerio. Oscar, dos jóvenes más con quienes fue asesinado y otras decenas de cuerpos sin vida, sin nombres, sin dolientes, están enterrados en un terreno de 5 hectáreas a la salida del casco urbano que colinda con un barrio de invasión cuyos habitantes han sido testigos de la creación de fosas comunes en él, sobre las que los niños, ya acostumbrados, juegan sin más ni más.
Las espinas del terreno que además de fosas tiene basura, cerdos y otros animales domesticados por los vecinos de este, no impiden la entrada de Doris y Darío quienes van acompañados de un pequeño grupo de personas mientras los demás se quedan en la entrada elevando oraciones y cantos a la vida. Los padres de Oscar no saben dónde buscar, encuentran en el camino algunas cruces que marcan la muerte. Cruces sin nombre. La única información otorgada por la policía municipal es que están enterrados en hilera junto a la pared.
Nadie puede creerlo. Se encuentran allí sin marca alguna.
Darío llega hasta el final del terreno hasta donde las espinas y las ruinas se lo permiten. Quiere estar solo. Doris, no puede continuar el camino, llega a la mitad del terreno que por tener tantos muertos está en proceso de convertirse en cementerio. De hecho, aunque no tiene ningún arreglo en infraestructura la administración local y los habitantes de el Copey lo conocen como el nuevo cementerio.
Trás Doris se posa un arcoíris que sobresale en medio de nubes negras. El dolor de las espinas se borra, y mirando fijamente un pedazo de tierra frente a ella grita a su hijo: “Aquí estoy, vine por ti, te amo, aquí estoy hijo mío…”. Las lágrimas que derrama mientras saluda a su hijo se van convirtiendo en sonrisas y ojos esperanzados, en paz para su alma.
Flores rojas fueron esparcidas por el terreno. Canciones, oraciones y poemas, incluso el que Oscar declamaba desde niño, quedaron en el aire para acompañarlo mientras se logra que entreguen su cuerpo y se pueda sepultar dignamente.
Los copeyanos toman los micrófonos para compartir también sus dolores, sus pérdidas. Para alentar a Doris, Darío y las mujeres y hombres del costurero que han vivido la muerte de sus hijos, esposos y hermanos; con quienes comparten el conocer de cerca la muerte, el desplazamiento, la desazón de la desaparición: lo vejámenes de la guerra.
Tejiendo en el parque termína la primera noche de peregrinación. Las luces de las velas dispuestas en la mitad de este van atrayendo a quienes habían decidido olvidar y silenciar para siempre lo ocurrido en este pueblo, las marcas de dolor en sus vidas.
Un nuevo día empieza y la peregrinación se dirige a la vereda el Reposo donde fueron asesinados Oscar y dos jóvenes más. Nos reunimos en el kilómetro 6, donde fueron acribillados -según comentaron los habitantes de la vereda- frente a un Higuerón que aún guarda las marcas de las balas con las que militares activos del Ejército Nacional acabaron la existencia de estas vidas.
Llegamos a esta carretera rodeada por inmensos árboles, donde revolotean mariposas y pasa un pequeño riachuelo, señal que hace que don Darío -quien ha venido siguiendo el pequeño dibujo de medicina legal donde muestra el lugar del levantamiento- esté completamente seguro de que fue allí donde su hijo perdió la vida. Saca fuerzas de su rabia y tristeza y provisto con una pala abre tres huecos para sembrar tres Caballeros de la noche, planta escogida junto a su esposa, para que inunde con su olor nocturno el sitio donde se apagaron para siempre estas tres vidas.
El deseo se ha cumplido, pero a medias. Doris y su esposo han visitado el sitio donde cayó su hijo, el terreno donde fue enterrado de manera inhumana. Sanaron un poco su alma pero no es suficiente. Siguen sin saber el lugar exacto donde está Oscar, siguen exigiendo que su cuerpo sea entregado para poder darle un entierro digno. Esperando que el caso pase a la justicia ordinaria ya que después de siete años de estar bajo la justicia penal militar no sucede nada.
Esta familia que ha recorrido junto al Costurero Kilómetros de Vida y de Memoria 2.016 kilómetros de asfalto por carreteras colombianas en memoria de Oscar, vuelve a Bogotá convencida más que nunca de continuar su “lucha” como lo han hecho siempre: con la dignidad como bandera.
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