Un antes…

Cuando la OMS declaró el virus COVID 19 como una pandemia, el 11 de marzo, Colombia vivía las siguientes condiciones sociales y políticas:

Un gobierno con 77% de desaprobación, según las encuestas de febrero[1], pero también medida en los más altos niveles de movilización social alcanzados en los últimos años, por su amplia participación y sostenibilidad. En ellas se reflejó el hastío por la corrupción generalizada y las denuncias de fraude electoral y vinculaciones a carteles de las mafias caribeñas; el evidente favoritismo a los intereses del empresariado, expresado en el Plan Nacional de Desarrollo, la Reforma Tributaria y otras políticas que afectan los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de la población; el incumplimiento de los acuerdos de paz, sobre todo en lo relacionado con la restitución de tierras, los programas de sustitución de cultivos, los planes de desarrollo para los territorios más afectados por el conflicto armado y la representación de sus comunidades en el parlamento, a la par del continuo acoso a la Jurisdicción Especial para la Paz y la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad; la falta de garantías para los liderazgos sociales por la defensa de los derechos y los territorios, que soportaron 204 asesinatos en el 2019[2]; una militarización regional dirigida a: uno, la erradicación forzada de cultivos ilícitos con la que el gobierno aparenta su política antinarcóticos, concentrada en el campesinado y no en los carteles; dos, la expulsión de comunidades campesinas de zonas de parques naturales bajo la aplicación de la nueva “seguridad ambiental” y, tres, la represión de las protestas sociales, en particular frente a los conflictos territoriales provocados por los negocios mineros, petroleros y agroindustriales…

Se suma a ello, el descrédito en las perniciosas relaciones con instituciones de orden mundial, en una clara alineación con la política externa del gobierno de Donald Trump, ejemplo alrededor del tema de las drogas, el desconocimiento de acuerdos internacionales, la violación de la soberanía de otros países, o la diplomacia de la guerra y, por consiguiente, el cierre de los procesos de paz. El informe anual sobre derechos humanos en Colombia de NU, que señala el 2019 como un año muy violento, incluido el preocupante homicidio de líderes sociales, provocaron reacciones negativas en el partido de gobierno que llegaron hasta proponer el cierre de las oficinas de la ONU, pero coincidió con los resultados del posterior informe del Departamento de Estado de EEUU, y paró la bulla.

Un durante…

Colombia en cuarentena ha modificado esas realidades, pero no para bien del país y la gente. El primer caso de infección por el Covid 19 se identificó el 6 de marzo, y a pesar que la OMS había prendido las alarmas desde enero sobre la expansión del virus, y la define pandemia el 11 de marzo, el gobierno colombiano declara el Estado de Emergencia hasta el 17 de marzo[3] y, posteriormente, con la presión de autoridades regionales que asumieron controles de manera autónoma y la realización de varios cacerolazos nacionales, determina el aislamiento social el 22 de marzo y el cierre de los vuelos internacionales el 25 del mismo mes.

Hoy los registros de más de 300.000 casos confirmados, cerca de 11.000 muertes y el copamiento límite de las UCIS/profesionales, que colocan a Colombia como un foco de contagio mundial, dan cuenta de lo tardío de tales medidas, la inutilidad de tantos decretos y la inconsistencia de las disposiciones. Alarmante el caso del Amazonas, tanto por unas cifras que proporcionalmente superan las nacionales, como por la suprema precariedad del sistema de salud producto del abandono del Estado que, en cuanto se hizo histórico, ya denota un carácter racista[4].

En pandemia, Duque ha jugado a tres bandas: con una, ignora los riesgos del contagio para proteger la economía empresarial, empujando a que el pueblo trabaje y consuma; con otra, le da continuidad a la cuarentena           con     el        fin       de       mantener      la discrecionalidad sobre las políticas públicas en todos los órdenes; y con la otra, concentra la atención mediática en la amenaza del coronavirus y en su figura personal como guardián de la salud. Carambola! puntos para el modelo de desarrollo neodictatorial!

Así es que con el legislativo en cuarentena, la justicia en virtualidad y la ciudadanía encerrada, la administración Duque ve en la pandemia la oportunidad de implementar políticas que el movimiento social en las calles y la oposición política en el Congreso habían logrado atrancar de alguna manera.

Desde la declaratoria del Estado de Emergencia el gobierno ha promulgado cerca de 160 decretos que, en su conjunto, están dirigidos especialmente a salvaguardar los intereses de la banca y los sectores industriales y comerciales frente a los impactos económicos de la crisis creada por el COVID 19. En general se trata de la transferencia de grandes volúmenes de recursos públicos para el sistema financiero,    recogidos     de       diferentes     fondos estatales[5] –inclusive de pensiones-, que están pasando a los gremios empresariales como créditos blandos, con la ñapa de las nuevas reducciones de impuestos y la exoneración de otros pagos sociales.

La movida de los $117 billones que el presidente Duque dice haber destinado a la emergencia, buena parte ofertada a través de los negocios bancarios, genera preocupaciones válidas ante las profusas investigaciones en curso sobre hechos de corrupción, y la propia resistencia de la alianza gubernamental a aplicar alguno de los postulados del referendo. Congresistas de oposición, organizaciones sociales y centros académicos han planteado críticas argumentadas al manejo de tales recursos, como el Observatorio Fiscal de la Universidad Javeriana quien señaló la ilegalidad que pueden esconder los informes de los gastos oficiales presentados en grande rubros sin detallar, y por demás contradictorios entre funcionarios, la única fuente para conocer los planes del gobierno[6].

Las denuncias de ACOPI en relación a que los gremios menores no tiene acceso a los beneficios anunciados[7], de las reclamaciones de centros hospitalarios por salarios, infraestructura, equipos y medicamentos, de las denuncias a los exiguos Ingresos Solidarios[8], o que en general las comunidades refieren que las ayudas humanitarias solo las ven en las noticias, ratifican esas apreciaciones. Con similares prerrogativas las empresas implementan el despido de trabajadores y trabajadoras, y desmejoran sus condiciones laborales, en términos salariales y de seguridad social, amparados en la emergencia sanitaria, los decretos gubernamentales y la ausencia de control por parte del Estado. También en aras de la reactivación económica, promueven la reducción de los trámites de consultas previas y de licencias ambientales, lo que implica menos participación y menos incidencia en las decisiones; inclusive con medidas como la de hacer audiencias virtuales. Con acciones jurídicas conjuntas se frenó la realización de audiencias virtuales para aprobar las aspersiones aéreas con glifosato, pero ahora con el incremento de los precios internacionales del oro, las empresas se alistan a acelerar la explotación minera habilitada con el Decreto 990 que les permitiría hacer procesos de licenciamiento ambiental y consulta previa de modo semi presencial[9]. Con esa ambición es que la empresa Minesa de Arabia Saudita se apresura a iniciar la explotación del Páramo de San Turbán.

Como ha ocurrido en otros países que colocaron los derechos sociales en manos del mercado internacional y los negocios, Colombia evidencia los estragos que ha causado la política de privatización en sectores tan determinantes en esta crisis como lo es la salud. Sin embargo, los millones de pesos que se invierten de manera perentoria en la supuesta adecuación del sistema de salud sigue el mismo modelo operado por las EPS a quienes les entrega el manejo de tales recursos. Y mientras la mayoría de países se apresuran a construir nuevos hospitales, aquí por el contrario se cierran y abandonan, o se adoptan soluciones   parciales y  temporales  en convenios con las empresas.

De igual manera en lo agrario, la pandemia ha constatado la crisis alimentaria, cuya emergencia ha provocado protestas que ocupan calles y plazas, o las de tipo simbólico como la de las banderas rojas en las casas de los barrios empobrecidos, en señal de auxilio provocando la solidaridad de las colectas las ollas comunitarias. Y a pesar que el campesinado del país ha asumido con mucho espíritu solidario el esfuerzo por garantizar el abastecimiento interno, el gobierno continúa desconociéndolo como sujeto económico y prefiere fortalecer los negocios de las empresas nacionales e internacionales.

El Decreto 486 que procura la “Suficiencia y accesibilidad de la población a los alimentos necesarios para su subsistencia”, lo que prioriza es el mercado internacional y, sin ni siquiera plantearse la revisión de los ya desfavorables Tratados de Libre Comercio, elimina aranceles para la importación de alimentos[10]. Igual exclusión de la economía campesina se observa con el caso de los créditos y los fondos de auxilios económicos, los cuáles son de difícil acceso por el manejo usurero de los bancos, a quienes les entregaron los $1.5 billones del programa Colombia Agroproduce. De hecho, el 94% fue adjudicado a las empresas agroindustriales, el 4% a medianos productores y solo el 2% al campesinado. Transferencias en las que los bancos se quedaron además con el 6%, solo por mover el dinero. Y aún en medio de la cuarentena, se han intensificado los operativos de erradicación forzada de cultivos de uso ilícito en varias regiones del país, desconociendo acuerdos con las comunidades y exponiéndolas al contagio, con el ingreso de grandes contingentes de Fuerza Pública y grupos móviles de erradicadores. Dichos operativos son realizados por fuerzas conjuntas de la Policía y el Ejército, este último participando en una condición violatoria del DIH en tanto se trata de conflictos con población civil.

En desarrollo de tales procedimientos ya se contabilizan 6 muertes: 1 en Nariño, 2 en Catatumbo, 1 en Antioquia y 2 en Putumayo; además de las golpizas que dejan varias personas lisiadas. Se trata de la ficticia política antinarcóticos del gobierno Duque dirigida contra el eslabón más débil del negocio, no contra los carteles que lo dominan y entrampan al mismo campesinado, quienes como cultivadores se quedan con el 9% del valor del negocio, en tanto que los comercializadores apropian el 79%, según el Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas (Cesed) de la Universidad de Los Andes.

Así, con un Ejecutivo centralizando todos los asuntos de la vida pública, donde las FFAA juegan un papel cada vez más protagónico, la pandemia de la violencia en el país ya alcanza su pico máximo: las masacres, 4 en apenas los últimos 15 días: una en Córdoba, otra en Cauca y dos en el Catatumbo, estas últimas efectuadas por los llamados Rastrojos, los del famoso servicio diplomático de trochas fronterizas entre los “gobiernos” Duque-Guaidó. El país ha llegado a este punto como desarrollo de la acumulación de violencias que la alianza gubernamental ha alentado con sus discursos autoritarios y el persistente asedio al proceso de paz con las extintas FARC, lo cual coincide con el hecho que desde la firma de los Acuerdos la mitad de los 350 asesinatos de líderes sociales y de los 220 excombatientes, hayan ocurrido durante los dos años del mandato de Iván Duque[11].

En los casi cinco meses de cuarentena, mientras el gobierno enfoca toda la atención del país en la amenaza de la pandemia y los debates sobre sus inútiles planes de contención, ocurren 90 de los 183 asesinatos de líderes sociales en lo que va del presente año, y 18 de los/las 36 excombatientes[12]. Atentados que se realizan en unas condiciones de vulnerabilidad  totales por la ausencia de relacionamiento social y la ubicación permanente en un solo sitio, en las que se ven involucradas las familias de manera directa, como en los casos de Piamonte y Mercaderes donde los líderes fueron asesinados en sus propias casas con parte de las familias. Una violencia sistemática que se ejerce además con la impunidad ofrecida por una Fiscalía General dispuesta más para perseguir la oposición social y política al gobierno, con base en falsos positivos judiciales, que en investigar e identificar los autores intelectuales de tales crímenes. De hecho, de los 592 casos registrados por la Fiscalía de asesinatos de líderes y lideresas sociales, entre enero de 2016 y 31 de diciembre de 2019, solamente 54 casos (9.12%) han sido definidos actores materiales, en tanto 99 (16.7%) tienen algún avance en investigación y 439, es decir el 74%, están en la impunidad[13].

Y un después…

Estudios internacionales como los de Oxfam concluyen que, durante la pandemia, en América Latina se ha multiplicado la concentración de la riqueza, a la vez que las mayorías se hunden aún más en la miseria[14]. Las cuentas que se llevan en el país sobre los dineros que han pasado de lo público a lo privado, por lo menos de lo anunciado oficialmente; más, las ganancias producto de los abusos incontrolados en los precios de artículos de primera necesidad, tarifas de servicios públicos y tasas de intereses; más, la mayor apertura a la industria minera y petrolera, que implica menos derechos y territorios para el país; más, la privatización de los restos del patrimonio público que aún queda en manos de la nación, de acuerdo a los Decretos 637 y 811 del Estado de Emergencia[15]; y más, la libre circulación de los dineros del narcotráfico, confirmarían esa tendencia en el caso colombiano. Es el atractivo botín de este gobierno que le está viabilizando la ampliación y consolidación de las alianzas, donde confluyen de una y otra manera empresarios, Partidos y carteles.

Pero es un gobierno que pierde respaldo internacional por la demostrada ineptitud para cumplir los acuerdos de paz y detener los sistemáticos asesinatos de los liderazgos sociales, agravada con las ejecuciones extrajudiciales, las masacres y las violencias contra las mujeres, en las que aparecen involucradas las FFAA en hechos de violación sexual. Inclusive se ha debilitado su principal soporte en este plano, el gobierno Trump, en la misma medida que la reelección de este se complica pero, especialmente, ante el fracaso de todas las acciones desestabilizadoras para derrumbar el gobierno bolivariano de Venezuela donde Duque era la ficha principal.

Ese debilitamiento de la presidencia de Duque en el ámbito mundial, va reforzada también con el descontento nacional frente al manejo errático de la pandemia, y a las medidas que han significado la pérdida de derechos para la mayoría de la población. Es una condición de ilegitimidad que le resultará difícil superar, por más servicios publicitarios que le pague a los medios; con dineros públicos, por supuesto. Por lo que, una manera de mantener la impunidad de la corrupción y la violencia generalizadas que han permitido el enriquecimiento lícito e ilícito de la alianza gubernamental, será avanzando en la adaptación de las instituciones a tales intereses, lo que implica desmontar las bases del Estado Social de Derecho. Casi como eternizar y profundizar el actual Estado de Emergencia, donde las Cortes y el Congreso parecieran anularse en el Estado de Opinión que la extrema derecha ha promovido de tiempos atrás, con la permanente figura de Duque dictaminándolo todo en los medios de comunicación y con franja exclusiva.

Pero el descontento puede traducirse en protestas sociales nuevamente, por lo que las normas prohibitivas surgidas en el aislamiento social y la presencia militar podrían extenderse, predisponiendo la represión para tal efecto. De hecho ha sido cuestionado que en plena pandemia el gobierno destine miles de millones de pesos para reforzar los equipos del ESMAD[16], antes que los del personal sanitario. Se incrementará entonces la militarización de regiones con fuertes tejidos sociales y capacidad de movilización, para darle cabida a los proyectos extractivistas y agroindustriales, bajo la excusa de la falsa lucha antidrogas, como la también falsa lucha anti deforestación de la Amazonía, ambas dirigidas contra las comunidades campesinas.

En paralelo, como ha sucedido hasta ahora, las agresiones a los liderazgos sociales se acentuarán en estas mismas regiones, por parte de las estructuras armadas al servicio de los carteles, en la misma lógica contrainsurgente. Sin embargo, los procesos sociales en los diferentes territorios no han perdido la iniciativa en medio de la cuarentena y han adaptado las agendas y las metodologías a las nuevas condiciones. Las guardias campesinas, indígenas y cimarronas organizan medidas de control comunitario de la expansión de la pandemia en sus territorios; se ordenan en este sentido también las experiencias de salud ancestral y el uso de plantas medicinales; se aceleran las tareas de la producción agroecológica potenciando las propuestas de soberanía alimentaria y economía solidaria, se inventan maneras de continuar los procesos de formación en escuelas populares a distancia, y se perfeccionan las estrategias de comunicación para romper el aislamiento y la desmovilización.

La reactivación de las acciones públicas empieza a convocarse desde las movilizaciones en contra de los operativos militares de erradicación forzada de cultivos, y las Marchas por la Dignidad que camina- ron desde Popayán, Barrancabermeja y Arauca hasta Bogotá, reivindicando la vida de líderes sociales y excombatientes, y la dignidad de las mujeres. Dos obreros de la Unión Sindical Obrera de la industria petrolera siguen atados en cadenas desde hace mes y medio en la plazoleta Manuel Gustavo Chacón en Bogotá denunciando la privatización de Ecopetrol y del sistema de oleoductos nacionales CENIT. Las huelgas de hambre que han establecido estudiantes en varias universidades del país reclamando la “matrícula cero”, y las diferentes presiones desde las organizaciones sindicales junto con grupos de parlamentarios para exigir la “renta básica”. Se trata en fin, de un conjunto de acciones ciudadanas, nacionales y territoriales, que están abriendo posibilidades para la reactivación de los derechos, la democracia y la paz, en un contexto de expansión de la pandemia neodictatorial (que ya no tan liberal que digamos).

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[1]       https://bit.ly/2Py3LNr
[2]       Somos Defensores. Informe 2019. https://bit.ly/3km2eIf
[3]       https://bit.ly/3a3gwsF
[4]       Para los pueblos indígenas se trata de la vida de sus mayores y mayoras en quienes están depositadas las ancestralidades de sus cosmovisiones y lenguas, la garantía de su pervivencia cultural. https://bit.ly/2DPoWHX
5] Para ampliar estos recursos el gobierno ha solicitado un crédito al FMI, a contravía de otros países que lograron renegociar sus deudas con dicha entidad en el marco de la crisis pandémica. https://bit.ly/3gF7eWk
[6]       https://bit.ly/2XA1J3O
[7]       https://bit.ly/2DAE9g5
[8]       El Decreto 518 del 2020 crea el “Programa de Ingreso solidario” para hogares pobres a quienes les harían giros mensuales de $160.000, que no es ni la mitad de una canasta básica y es aplicado en solo 178 municipios de los 1.101 existentes.
[9]       https://bit.ly/3iks9hF
[10]    https://bit.ly/3klzu2A
[11]     https://bit.ly/3ifiwRr [12]https://bit.ly/30DY2w1 [13]https://bit.ly/3fCow57 [14]https://bit.ly/3i8d6I2
[15]     https://bit.ly/33AtHQQ
[16]     https://bit.ly/30zsJT1