Escrito para Revista Sur, por Diana Sánchez Lara, Directora de la Asociación Minga, Vocera de la plataforma de DDHH, Coordinación Colombia Europa Estados Unidos 

“Cuando una sociedad no es capaz de realizar a tiempo las reformas que el orden social le exige para su continuidad, la historia las resuelve a su manera, a veces con altísimos costos para todos”. Quizás esta sea una de las sentencias que recoge de mejor manera el triste transcurrir de nuestro país, plasmada por el poeta y ensayista William Ospina, en su texto Colombia: el Proyecto Nacional y la Franja Amarilla, hace más de 20 años. Sentencia que seguramente la clase política gobernante no leyó y si lo hizo no entendió o lo peor, sí la leyó, no le importó.

Más de dos décadas después, con una desmovilización paramilitar y un histórico proceso de paz a cuestas, el país asiste con asombro y dolor, al panorama aterrador de 45 masacres en los ochos meses corridos del 2020, con al menos 182 víctimas (Indepaz, 2020). Sin embargo, la estadística va más allá. Según el portal periodístico de Verdad Abierta, entre el 1 de enero de 2019 y 22 de agosto de 2020, ascienden a 93 los hechos de masacres, con 348 víctimas (Verdad Abierta, 2020). Es decir, los primeros dos años del gobierno de Iván Duque tienen la impronta de esta modalidad criminal.

Sin embargo, ante la contundencia de los hechos y la crítica nacional e internacional, el gobierno nacional recurre eufemísticamente a mencionar esta ola de crueldad, como asesinatos colectivos y calificar a las víctimas en general, de narcotraficantes. Con estas afirmaciones, además de legitimar y justificar tales crímenes, al quitarles importancia a las víctimas, también pretende restarle gravedad a los hechos, y nada de raro tiene que en los próximos días diga, sin asomo de rubor, que dichas masacres no existen porque no están tipificadas en el código penal. Con este cambio de nombre, igualmente limita el alcance  del significado y connotación dado por investigadores sociales como Ricardo Badillo Grajales, quien describe una masacre como un tipo de asesinato que compromete a varios individuos (víctimas) al mismo tiempo, quienes normalmente son agredidos de manera indiscriminada, a lo que se suma el estado indefensión en que se encuentran al momento de ser atacadas y por tanto, en inferioridad de condiciones para defenderse (Badillo, 2013).

Tal vez ingenuamente los colombianos pensábamos que las masacres eran cosa del pasado, de la historia y que no volveríamos a presenciar, al menos, masivamente, tan inhumano comportamiento. Creíamos que las ocurridas en el pasado, habían quedado consignadas en el documento del Centro Nacional de Memoria Histórica, Basta Ya, y en los procesos jurídicos adelantados en los tribunales  judiciales. Sabíamos que ese tipo de violencia no se iría de la noche a la mañana, y efectivamente siguió ocurriendo en años anteriores, como lo ha documentado OACNUDH. La diferencia es que hoy, el fenómeno retomó su fuerza y pareciera no ceder en el futuro próximo, al menos, mientras termina este gobierno.

Pero bien, más allá de los hechos, las cifras, el dolor y la angustia, y retomando la sentencia de William Ospina, toda esta tragedia humana, se pudo evitar y se puede evitar hacia adelante. No se trata de una predestinación fatal, es la consecuencia de la actuación deliberada de los gobernantes de este país, que a pesar de contar con oportunidades históricas para cambiar el rumbo de nuestra historia y contar con herramientas políticas, jurídicas y legales, no lo hacen.

Desmovilizaciones sin transformaciones

Álvaro Uribe promovió y concertó con las principales estructuras físicas del paramilitarismo, su desmovilización entre los años 2003 y 2005. Sin embargo, como se advirtió oportunamente, detrás de ese proceso, hubo un simulacro del desmonte del paramilitarismo, pues sólo desarmaron hombres de varios bloques, pero no se desestructuró el andamiaje político e ideológico, de tal manera que los promotores, financiadores y agentes estatales que lo promovieron quedaron intactos. El no haber dado ese paso, impidió superar el paramilitarismo como instrumento para mantener los intereses de sectores privilegiados, controlar territorios, comunidades y sectores incómodos para el poder. El fenómeno se mantuvo perenne y soterrado, con las principales cabezas militares extraditadas, sí, pero sus ideólogos y patrocinadores incólumes. Pero además, sin una desestructuración y transformación real de los ejércitos mercenarios, los mecanismos de guerra sucia, modalidades criminales y prácticas de sometimiento de altísima crueldad y sevicia, quedaron intactos en los hombres “desarmados” para seguir siendo usados en la medida que se necesitaran. El no haber planteado un proceso de verdad, justicia, reparación y no repetición, conllevó a que dichos ejércitos desmovilizados siguieran por el mundo sin control, sin contar la verdad y recurriendo a prácticas crueles y criminales a la hora de enrolarse con otros grupos ilegales, principalmente ligados al narcotráfico.

A esto se suma el papel de las Fuerzas Militares, que bien probado está, cohonestaron, apoyaron directamente, protegieron y se aliaron de manera determinante con los paramilitares para la comisión de los miles de crímenes contra las comunidades, líderes sociales y personalidades del país. Esto quiere decir que las Fuerzas Armadas de Colombia, hicieron parte de la estrategia paramilitar en su concepción y ejecución, y ese pensamiento no desaparece de la noche a la mañana por el hecho de la desmovilización paramilitar, ni por el retiro de generales, coroneles y demás oficiales, o porque algunos hayan desaparecido de muerte natural. Claro que no. Una doctrina o pensamiento arraigado en una institución, no se supera por decreto. La concepción de enemigo interno arraigada en el estamento militar no desaparece sin un proceso profundo de depuración y transformación de doctrina y pensamiento, y eso no ha pasado. Dentro de las muchas consecuencias de este anacronismo de las Fuerzas Militares, está la legitimidad que una importante tendencia del estamento, sigue dando a esas prácticas criminales y uso de métodos sucios, para controlar a los movimientos sociales, partidos de oposición o personas críticas del establecimiento, dada su eficacia. Por ejemplo, ejecuciones arbitrarias, violencia sexual, bombardeos indiscriminados, interceptaciones ilegales, perfilamientos, entre otros.

Proceso de paz con las FARC

A pesar de ser un diametralmente distinto al de Santa Fe de Ralito, el proceso de paz entre el gobierno nacional y la exguerrilla de las FARC, también adoleció de transformaciones profundas por parte del Estado para erradicar las raíces que dieron origen a esta guerrilla. Quedó claro que el Acuerdo de Paz firmado fue para poner fin a la confrontación armada y no para cerrar toda la conflictividad económica, política y social que lo alimentaba. Pero, ni siquiera en el marco limitado del Acuerdo, el Estado ha cumplido con lo básico del mismo, para garantizar su éxito. Es el caso del punto Uno, relacionado con la Reforma Rural Integral, cuyo desarrollo es apenas el enunciado.  Esto es, sin duda alguna, indicador del nulo interés de las clases políticas para responder a esas reformas básicas para detener la desigualdad que alimenta la violencia estructural y por ende, la directa. Actitudes como éstas, dieron pie o estimularon a facciones de excombatientes a mantenerse en la actividad ilegal, con la excusa de la traición.

Dicha respuesta, evidencian igualmente, que las élites políticas y económicas del país tenían interés en desmovilizar a la guerrilla más antigua y grande del continente, a como diera lugar, pero no necesariamente generar las reformas o transformaciones básicas para superar las causas que ambientaron su creación. Y es justamente ahí donde radicaba el mayor riesgo de mantener las condiciones para la violencia estructural, cultural y directa. Sentencia que se cumplió con creces. El Estado no llegó a los territorios dejados por las ex FARC, facilitando el espacio a la variedad de grupos ilegales y narcotraficantes que hoy crecen y se multiplican al amparo de las Fuerzas Militares, esas que no cambiaron. Esto además confirma nuevamente el desprecio de las clases gobernantes hacia las comunidades y territorios marginales, periféricos, habitados por campesinos, indígenas y  afrodescendientes, lugares donde justamente se presentan las masacres, que nos descolocan como defensores de la vida: Cauca, Catatumbo, Bajo Cauca Antioqueño, Nariño, Putumayo. Lugares donde también se da el mayor número de asesinato de líderes sociales, pero también donde ganó el plebiscito por la paz y el gobierno no les ha cumplido a las comunidades que le apostaron a la sustitución de cultivos.

El gobierno de Iván Duque de la mano de la violencia

Como si lo anterior fuera poco, el gobierno de Iván Duque, de manera deliberada, desconoció la política de sustitución de cultivos de uso ilícito, recogida en el Programa Nacional Integral de Sustitución, PNIS, y dejó 100 mil familias que se acogieron a él, a la deriva, desprotegidas y lo peor, en manos de los grupos dedicados al narcotráfico, sean grupos residuales de las ex FARC, paramilitares y bandas menores que se oponen a la sustitución de cultivos, para lo cual desataron una guerra contra los líderes y lideresas sociales que promueven las sustituciones.

Por tanto, resulta indignante que el gobierno se escude en que estos grupos son los responsables exclusivos de las masacres y asesinatos de líderes sociales, evadiendo su gran responsabilidad, por un lado, por no garantizar la vida e integridad física de estos ciudadanos, como es su obligación constitucional y legal, y por otro, porque ha contribuido de manera determinante en la configuración de estos contextos propicios para el crecimiento exponencial de la violencia y grupos al margen de la ley.

Tanto el gobierno de Juan Manuel Santos como el de Iván Duque, quedaron con una herramienta normativa interesante para avanzar en el desmantelamiento del paramilitarismo y crimen organizado: la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad, establecida en el Acuerdo de Paz, a través del Decreto Ley 154 de 2017, mandato para crear una política integral de desmonte del paramilitarismo y crimen organizado. El primero le dio formalmente la importancia que tiene, pero, de entrada, no avanzó hacia su objetivo principal y empezó por las ramas. El segundo, la desconoció completamente, pero se vio obligado a convocarla por fuerza de presión política. Sin embargo, hábilmente,  el consejero para la paz, Miguel Ceballos, la despojó de su naturaleza y convirtió en un espacio menor y consultivo del Plan de Acción Oportuna, PAO. Nada se ha hecho con relación al desmonte del paramilitarismo y crimen organizado, a pesar de las propuestas por los comisionados de sociedad civil. Actualmente, el gobierno sólo simula implementar el mandato de la CNGS y mientras tanto, le abre campo al crecimiento del paramilitarismo y grupos residuales de las ex FARC, y expansión del ELN.

Una cuarentena inhumana

Más recientemente, en el marco de la pandemia, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas publicó la Resolución 2532 de 2020, para exigir y exhortar a todas las partes en el mundo (gobiernos y grupos armados) donde hay conflicto armado, a cesar hostilidades y generar alivio humanitario a las comunidades y así, restar más tragedias a la crisis sanitaria. En Colombia, a pesar de que la Resolución es de obligatorio cumplimiento y a la exigencia de sociedad civil, el gobierno de Iván Duque desechó tal posibilidad humanitaria y evitar más muertes innecesarias. Solo el ELN en el mes de abril, decretó un cese unilateral del fuego, por un mes, atendiendo el llamado de la ONU, situación que fue respondida por el gobierno a sangre y fuego.

A  lo anterior se agrega la falta de respuesta oportuna a las múltiples alertas tempranas emitidas por la Defensoría del Pueblo, a través del SAT, mecanismo fortalecido en el Acuerdo de Paz a través del Decreto 2124 de 2017 para que sus llamados tuvieran respuesta inmediata y eficaz por parte del gobierno nacional y territoriales. Sin embargo, no ha sido así. De acuerdo una investigación realizada por el portal de Verdad Abierta, ante las negativas respuestas de las instituciones, la Defensoría del Pueblo mejoró el seguimiento a las mismas y adicionó el mecanismo de informes de consumación que dan cuenta de las respuestas o no a las alerta. Los resultados, son menos que pobres, pues desde el 18 de diciembre de 2017 a agosto de 2020, esa entidad del Ministerio Público ha emitido 675 informes de consumación de hechos advertidos, sin respuesta positiva por parte de gobiernos y Estado.

Queda claro que no es la predestinación el sino de Colombia, es la falta de voluntad política de las clases dominantes que administran el país, para hacer las reformas y transformaciones necesarias para cerrar el estadio de violencia que vivimos. Pero como eso ya no pasará, nos corresponde a la sociedad tomar las riendas de ese destino e impedir que siga siendo la historia la responsable de pagar tan alta cuota por nuestra existencia.