Compartimos la crónica realizada por la silla vacía, sobre la peregrinación realizada a Copey, Cesar, por la familia de Oscar Morales y el costurero de la memoria…

“Esto no es un paseo». Con esta frase, Darío Alfonso Morales, sentado en la primera silla del bus que atraviesa Bogotá, de sur a norte, impone el silencio entre el grupo que se prepara para un viaje de más de 16 horas con destino a El Copey, en el extremo norte del Cesar. Detrás de él, su esposa, María Doris Tejada, está envuelta en una cobija. No musita palabra, y está nerviosa, al igual que el resto de los peregrinos.  Será un trayecto de más de 800 kilómetros hasta la fosa común donde el hijo de Doris y Darío, Óscar Alexander Morales Tejada, está enterrado desde que hace seis años se convirtió en un ‘falso positivo’.

Óscar tenía 26 años cuando salió de su casa en Fusagasugá, Cundinamarca, el 29 de noviembre de 2007 para ir a visitar a su hermano menor en Cúcuta. El 31 de diciembre llamó a sus papás para desearles Feliz Año y les dijo que tendría que quedarse unos días más. Que tenía que esperar a que le pagaran una plata. Que se sentía solo. Que volvería a la casa antes del día de Reyes. Nunca más volvió a contestar su celular.

Sus papás lo esperaron durante casi tres años, aunque -sin que ellos lo supieran hasta el 2011- su cuerpo apareció 16 días después de su última llamada, junto con el de otros dos muchachos en una carretera destapada que lleva a la vereda El Reposo, en zona rural de El Copey.

Tenía dos disparos de bala: uno que le atravesó el cráneo desde debajo de la mandíbula y otro que le atravesó la ingle y salió por la espalda. En el acta de levantamiento de su cadáver que realizó el CTI al día siguiente quedó inscrito como “homicidio por arma de fuego en presunto enfrentamiento con el Ejército de Colombia”.

A partir febrero del 2008, la investigación del caso quedó en manos del Juez 90 de Instrucción Penal Militar de Valledupar aunque la Fiscalía ha pedido en vano el traslado a la justicia ordinaria argumentando que se trata de un falso positivo. Pero el Consejo Superior de la Judicatura terminó resolviendo que se quedará en la justicia penal militar, justo cuando imperaba la doctrina de la “duda razonable” creada por el magistrado Henry Villarraga para favorecer que casos contra militares quedaran bajo el mando militar, como contó La Silla.

Eso fue entre enero y agosto del 2013, después de que quedó aprobada por el Congreso la reforma al fuero penal militar que terminó tumbando la Corte Constitucional por vicios de forma. La misma que este año, el Ministro Pinzón revivió con mejoras al contentillo de los militares y que ya ha sido aprobada en dos debates.

La peregrinación de los 33 pasajeros que van en el bus es el último recurso de los papás de Óscar para encontrar sus restos, exigir justicia y finalmente, darle cristiana sepultura. Porque según ellos “los militares no van a mover un dedo” para que ellos recuperen a su hijo.

La idea de hacerla fue del Costurero de la Memoria que integran varias organizaciones de defensa de los derechos humanos que desde el 2009 acompañan a las madres de Soacha que perdieron también a sus hijos en casos de falsos positivos.

Doris las conoció hace tres años, un mes después de que el CTI de Fusagasugá le confirmara lo que ella ya se temía pero se negaba a aceptar: que Óscar Alexander estaba muerto.

Fue entonces cuando Darío se leyó todo el expediente sobre su hijo y al dolor de la confirmación de su muerte tuvo que sumarle otro: leer que lo presentaban como un delincuente, miembro de una banda criminal que extorsionaba a la gente del Copey, que había muerto en combate. ¿La prueba? Que habían encontrado a su lado una arma larga de fuego.  Sus otros dos compañeros de desgracia también estaban armados y así quedó registrado en el acta de levantamiento de los cadáveres, aunque tras las pruebas de balística, se determinó que Óscar no tenía rastros de pólvora en sus manos.

El escándalo de las ejecuciones extrajudiciales de inocentes cometidas por militares para presentarlos a sus superiores como ‘positivos’ y así obtener recompensas tan nimias como un fin de semana libre ya había estallado. Doris y Darío estaban convencidos que su hijo había sido una víctima más de esta práctica criminal por la que hoy están investigados 4.173 militares (401 oficiales, 823 suboficiales y 2.908 soldados).

Doris acudió a las mamás de Soacha por recomendación de un vecino de Fusagasugá que le propuso buscarlas para que la ayudaran a encontrar a Óscar.  Hoy, Doris es la única del grupo de 19 madres que aun no ha recuperado el cuerpo de su hijo.

Una de ellas, Carmenza Gómez, es la que se encarga de romper el silencio adentro del bus. “Pongan una película”, le grita al conductor. “Ni que estuviéramos yendo a un velorio”, dice con voz recia esta llanera que después de haber enterrado a dos de sus ocho hijos en menos de seis meses, ya no le teme a la muerte.

La historia de Carmenza resume bien la razón por la que ésta es la primera vez que Doris y su esposo Darío se atreven a viajar a El Copey. Su hijo Víctor Fernando Gómez apareció muerto junto con otros 18 muchachos en la fosa común de Ocaña, Norte de Santander que destapó el escándalo de los falsos positivos en el 2008.

Ese mismo año, su otro hijo, John Nilson, se puso a investigar la muerte de su hermano por su propia cuenta en las calles de Soacha. El 4 de febrero siguiente, un desconocido le disparó en la cara y al cabo de unas horas, también murió.

Ya en El Copey, Darío nos cuenta que conoce un caso similar que ocurrió en Bucaramanga. “Es muy duro, muy difícil”, dice, sin más explicación.

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La primera parada de la peregrinación es el cementerio de El Copey, un lote de cinco hectáreas que sirve de patio trasero al casco urbano del pueblo. Es un potrero lleno de basura, zancudos y cerdos que husmean en medio de la maleza y una que otra lápida de cemento. Ruinas.

Desde hace años la Alcaldía tiene en proyectos construir en este lote el nuevo cementerio del pueblo pero por ahora, aquí sólo se entierran a los NN, los cuerpos que nadie reclama y los indigentes.

Aquí yace el cuerpo de Óscar desde que el CTI de Valledupar hizo el levantamiento de su cadáver y de los otros dos muchachos que aparecieron con él. Como nadie los reclamó, fueron a parar a este lugar.

Aunque Doris dice que desde el mismo día que murió su hijo sintió que algo se desprendió de sus entrañas aún sin saberlo, sólo hasta el 19 de abril del 2010 puso el denuncio de su desaparición en la Fiscalía de Fusagasugá. A pesar de que le habían perdido la pista a Óscar Alexander desde hacía más de dos años, su esposo la había convencido de que él estaba en Venezuela, trabajando.

Ahora, mientras cae la tarde de sábado en El Copey, Doris y su esposo lideran la procesión hasta su tumba. Él la abraza mientras con la otra mano carga un florero lleno de claveles rojos. Ella lleva un pendón con las fotos de su hijo y una frase que con pocas palabras explica por qué vino hasta aquí. “Óscar: las calumnias alrededor de tu asesinato no enlodarán tu nombre”.

Detrás de ellos, el grupo de los 33 peregrinos avanza con pendones, pancartas y telas con mensajes que piden el retorno del cuerpo de Óscar Alexander Morales Tejada. Cantan “Yo vengo a ofrecer mi corazón” y “Duerme, duerme, negrito” de Mercedes Sosa. Los copeyanos, curiosos, se acercan a mirar al grupo pasar. Los 35 grados de temperatura que en promedio calientan todos los días a este pueblo caribe no dan tregua.

Dos psicólogas escoltan a Doris durante toda la caminata. De cuando en cuando, una de ellas le acerca a su boca un gotero con esencias florales para calmar sus nervios. Doris llora en silencio e inhala despacio. Pero faltando dos cuadras para llegar al cementerio sufre un ataque de nervios que no la dejan continuar.

Le toma un momento recomponerse. “Yo en ese momento no sabía ni dónde estaba ni quiénes estaban. No estaba en mi misma”, diría más tarde entre sollozos.

Los lugareños dicen que el cementerio solía estar rodeado por un muro de ladrillos y cemento del que hoy sólo queda en pie un extremo. Los copeyanos que se han instalado en el barrio de invasión que colinda con el lote usaron todo el material para armar sus propias casas agrietadas de bareque.

Antes de entrar al lote, Doris vuelve a frenar el paso. “¿Están bajo tierra?”, pregunta con angustia a la Inspectora de Policía de El Copey que espera al grupo en la entrada del cementerio. “¿Están ahí, sin cruces ni nada?”, pregunta también su esposo Darío, que no le suelta la mano. “Papá Dios. Ayúdame a encontrar a mi niño”, exclama Doris, temblando, entre un mar de lágrimas que no la dejan recuperar el aire.

Una de las psicólogas le dice a Doris que el arcoiris que brilla justo en ese momento en el cielo “es una señal de esperanza”. Sin embargo, en ese potrero abandonado, las pocas tumbas que tienen placa, están rotas por la maleza.  Como los del CTI les habían dicho que estaba enterrado en ese cementerio, guardaban la esperanza de que hubiera una lápida con las terribles letras de NN. Pero el recorrido termina sin rastros de la tumba de Óscar Alexander.

“Eso nunca se encuentra nada” nos dijo Luis Alyure, que tiene una funeraria pero la Alcaldía le paga por abrir los huecos para enterrar a los NN. Dice que desde 1996, cuando se empezó a usar este terreno hay por lo menos unos 50 cuerpos regados por las cinco hectáreas. “De pronto hasta fui yo el que los sepulté pero yo no me acuerdo. Con tanto muerto que hubo por aquí uno no sabe”.

Resignado, el grupo se reacomoda en un círculo afuera del cementerio. Cantan canciones, rezan oraciones y declaman poemas. Una mujer del Copey, que observa desde lejos, se atreve a hablar.

“Doña Doris”, dice usando el micrófono que los organizadores de la peregrinación le entregan cuando ella se acerca y pide la palabra. “Su viaje me ha hecho remover mi pasado. Mi papá fue uno de los primeros desaparecidos de este pueblo. Salió un momento de la casa y nunca volvió. Eso fue en 1996, yo tenía 17 años”, recuerda con la voz entrecortada por el llanto. Como ella, otras personas contaron historias similares.

El Copey es un pueblo de víctimas. A su paso por este pueblo ganadero, los paramilitares dejaron 176 casos de desapariciones forzadas y 5.311 desplazados. El año pasado se registraron más de 300 reclamaciones ante la Unidad de Restitución de Tierras que suman cerca de 22 mil hectáreas.

Además, como contó el portal Verdad Abierta, el bloque Norte de las autodefensas comandado por Jorge 40 que operaba en el Cesar se alió con militares del Batallón La Popa del Ejército con sede en Valledupar para cometer “falsos positivos”.

Varios jefes paramilitares que confesaron sus crímenes en Justicia y Paz dijeron en versiones libres que durante esa época, se coordinaron con el Ejército para entregar civiles y también miembros de las autodefensas vivos que después fueron presentados como muertos en combates, para trabajar en concordancia con ellos y beneficiar a sus comandantes.

Uno de los pelotones de ese Batallón, el Bombarda 1, bajo el mando de Julián Andrés Medina Díaz fue el que supuestamente dio de baja en combate a Óscar Alexander Morales Tejada y a los otros dos muchachos en la vía que conduce a la vereda El Reposo, en zona rural de El Copey. Esa será la segunda y la última parada de la peregrinación.

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Un enorme tronco de árbol Caracolí es el único testigo de lo que en realidad pasó. El Caracolí, que tiene más de 50 años por lo que cuentan los lugareños y casi dos metros de diámetro, se levanta en medio de una zona boscosa que rodea la carretera destapada hacia El Reposo. En su corteza, como cicatrices, todavía se ven los vestigios de la ráfaga de balas que dispararon los militares del Batallón La Popa en este mismo punto hace seis años.

El árbol también es la referencia que utilizó la Policía Judicial para trazar el mapa con el que registró el levantamiento de los tres cuerpos el 17 de enero de 2008 a medio día. En el papel,  el Caracolí está en el centro de los 67 metros que separaban los tres cadáveres, los 10 metros entre los cuerpos y el río El Reposo que corre detrás de la carretera y el metro con 60 centímetros que separaban a Óscar, el primero de los tres, de su cachucha roja, que quedó colgada en uno de los palos de la cerca de alambre que acordona la zona.

A la misma hora, y con ese mapa como única referencia, el domingo 10 de noviembre los padres de Óscar llegan al sitio acompañados por la peregrinación. Los motociclistas que nos llevaron hasta este punto señalan el sitio donde quedaron los tres cuerpos. Supuestamente lo sabían porque algunos de ellos habían visto los cadáveres al lado de la carretera vestidos de camuflado, pero sus versiones no coincidían del todo.

“Si aquí viniera el CTI y escarbara en todo esto, encontraría por lo menos 10 cuerpos. Uno veía que los mataban y se los llevaban para allá. Uno sabe que están ahí, pero no me importa. No son mis muertos”, dice uno de ellos en voz baja.

Darío, el papá, había mantenido la cabeza erguida y la mirada firme durante todo el viaje. Pero cuando vió la señal de los disparos, se transformó. Comenzó a cavar allí un hueco con toda su fuerza, abriéndose camino entre el suelo húmedo con una pala. Las lágrimas confundidas con el sudor de su frente.

“Dorita, ¿por qué no reza un Padrenuestro?”, le grita a su esposa, que lo mira con sus ojos llenos de lágrimas, mientras sostiene el arbusto que juntos sembrarán en este sitio. Como este, tienen otros dos “caballeros de la noche” que escogieron por el perfume que sueltan cuando florecen en las noches.

Cuando siembra el primero, Darío sigue hasta el otro punto que señala el mapa, midiendo los metros que se sabe de memoria con las zancadas de sus piernas. Parece no importarle nada más que terminar con lo que vino a hacer.

Finalmente, visiblemente agotado, separa a Doris del grupo y se la lleva hasta el sitio donde estaba el cuerpo de Óscar, le pide que se agache y con una pequeña cámara le toma una foto.

Cuando se levantan, el resto del grupo se acerca y Doris toma el mismo micrófono para rezar la oración que marcará la despedida. “Amado hijo, quiero decirte que no te he olvidado (…), que no descansaré hasta llevarte conmigo, hasta que sea limpiado tu nombre y hayamos recuperado tu dignidad pisoteada y la de nuestra familia”, lee con la voz entrecortada.

Después de un breve amén, regresamos al bus. Son casi las dos de la tarde y se empieza a notar el afán de los peregrinos por emprender el regreso a Bogotá.

Ya en el bus, Doris parece otra. Incluso bromea, invitando a todos los pasajeros a un “guaro”. Ríe con fuerza ahora que se siente más tranquila.

“Pude descansar un poco en mi corazón”, dice. Nos cuenta que antes de salir del cementerio el sábado, ella sintió que Óscar la miraba sonriendo desde las nubes, lo que ella interpreta como una prueba de que él sí está ahí aunque aún no sepan exactamente dónde. “Ahora sé que faltan poquitos días para recuperar su cuerpo y para que esto no se quede en la impunidad”, remata con voz esperanzada.

Post data.

La peregrinación terminó el lunes pasado y sumó 2.016 kilómetros de carretera recorridos. El miércoles por la mañana, el juez penal militar finalmente visitó el cementerio de El Copey junto con uno de los militares investigados por el homicidio y los abogados de las dos partes: el de la familia de Óscar y la del militar.

Aunque no se programó la exhumación, ésta fue la primera visita del juez al lugar donde está el cuerpo de Óscar, lo cual para su familia fue un gran avance.

El problema, como nos dijo el sepulturero, es que nadie sabe con exactitud dónde está enterrado y la Alcaldía, cuenta el abogado de la familia, les dijo que no tienen “política de inhumaciones”. Por eso, ahora la familia le pedirá a la Fiscalía General que se exhumen y se identifiquen los cuerpos que están ahí. Aunque tengan que desenterrarlos a todos para finalmente reencontrarse con su hijo y enterrarlo dignamente.